

El derrumbe del precio internacional del petróleo y, concomitantemente, el de los productos vinculados, ya ha provocado la suficiente zozobra en el mundo para fundar decisiones contractivas en términos de inversión y mantenimiento de ocupación.
En el ámbito local, aunque con los matices propios derivados del sostenimiento del precio que rige el mercado doméstico, las preocupaciones también se han hecho sentir con mayor o menor rigor sobre las posibilidades de desarrollo que el país brinda en depósitos convencionales y no convencionales.
El desacople inducido respecto del precio internacional, que ha alimentado el erario cuando la cotización superaba largamente los valores recientes, conduce a la lógica conclusión sobre la imprudencia que traería aparejada la eventual convergencia en este escenario desfavorable. Cualquier iniciativa en ese sentido agudizaría la delicada situación de reservas y producción evidenciada en los últimos años y, asimismo, alejaría la pretensión de autoabastecimiento energético proclamada por una ley de la Nación.
La caída sensible de los precios, sin embargo, ha tenido su impacto positivo en las cuentas nacionales al abaratarse el costo de las recurrentes e inevitables importaciones de energía. Pese a ello, lejos está de ser sostenible un modelo cuyo resultado comercial anual orille un déficit equivalente a un cuarto de las reservas disponibles en el Banco Central, razón por la que no sólo aparece sensato preservar los precios internos sino también atender la compensación de los saldos exportables, directamente afectados por el desplome del precio internacional del crudo.
En ese camino se han ensayado medidas tendientes a adaptar los derechos de exportación, iniciativas provinciales conducentes a morigerar el impacto de las regalías y, últimamente, un programa nacional de incentivo monetario transitorio, a ser costeado por la Tesorería, para estimular la generación de producción adicional y, en igual sentido, exportaciones también excedentes.
No son nuevas las discusiones en torno a las bondades y perjuicios de los subsidios y merecen examinarse cuidadosamente. Sabido es que esta herramienta de política fiscal conlleva un inherente efecto inflacionario ante el aumento del gasto público que luego se traduce en un mayor poder de compra en manos de los individuos; sin embargo, también debe notarse que cuando tales subsidios son dirigidos, no generales, y causan un aumento efectivo en la producción de bienes escasos, particularmente los estratégicos, las presiones inflacionarias deberían mitigarse.
Hasta tanto la tormenta se disipe y retorne un contexto internacional más predecible, las disposiciones anticíclicas que puedan implementarse, como los subsidios gubernamentales a la industria, recibirán un aleatorio grado de aprobación pero, inexorablemente, su efectividad dependerá de una administración juiciosa de los mismos para evitar males mayores.
Ahora bien, en otro estadio, la búsqueda de la soberanía hidrocarburífera que presupone un plan de desarrollo consistente, trasciende estos efectos coyunturales e invoca, en lo que al ámbito tributario atañe, un anclaje que comience por desatar el nudo cambiario existente y enlace apropiadamente con un esquema de imposición que conjugue las particularidades del sector.










