La conmovedora revolución egipcia, la de los estudiantes armados con celulares y computadoras disparando mensajes a través de twitter y facebook; la de los cientos de miles ocupando la Plaza de la Liberación; la de las mujeres en chador reclamando igualdad y justicia, yace agonizante lo mismo que el dictador que se propuso deponer, mientras las fuerzas armadas extienden su control sobre la nación.

Nada parece ser verificable en el confuso panorama político creado por el impreciso resultado electoral y la decisión de los militares egipcios de disolver el Parlamento, dominado por la organización islámica Hermandad Musulmana e imponer una constitución interina que recorta considerablemente los poderes del presidente.

El miércoles, mientras cientos de miles volvían a ocupar la Plaza de la Liberación y los rumores acerca de la salud del ex presidente Hosni Mubarak variaban entre la estabilidad y el estado vegetativo, el candidato de la Hermandad, Mohamed Morsi, se declaraba ganador con el 52% de los votos, al mismo tiempo que su rival, Ahmed Shafik, el último primer ministro de Mubarak, celebraba su propio triunfo, afirmando haber recibido el 51.5% de los votos.

La egipcia ha sido una sociedad bastante liberal en materia religiosa y la alternativa entre un gobierno dominado por islamistas u otro controlado por militares no parece muy alentadora, particularmente para los jóvenes integrantes del Movimiento 6 de Abril, verdaderos líderes de la revolución que derrocó a Mubarak.

La situación en Egipto añade volatilidad a una región, ya conmocionada por la violenta represión del régimen sirio del presidente Bashar al-Assad y por el aumento en las escaramuzas entre israelíes y palestinos.

Ante semejante cuadro, la diplomacia norteamericana se mueve prácticamente a manotazos de ahogado, tratando de tomar decisiones que sabe pueden resultar contraproducentes al minuto siguiente.

Cuando estalló la revolución en Egipto, la administración Obama trató de sostener a Mubarak, considerándolo un aliado y preocupada de que, si lo abandonaba, otros gobiernos aliados de la región lo considerarían una traición. Pero cuando la rebelión se tornó incuestionablemente popular, Washington no tuvo más remedio que apoyarla, a pesar de la incertidumbre respecto de qué fuerzas habrían de reemplazar al régimen depuesto.

Durante el extenso período que medió entre la renuncia de Mubarak y la convocatoria a elecciones parlamentarias, en noviembre de 2011, Washington trató de presionar a la junta gobernante para que acelerara la transición a la democracia. Pero cuando la Hermandad Musulmana, asociada a dos partidos islamistas, resultó triunfadora, la administración Obama le puso freno a su entusiasmo.

Lo cierto es que Washington no sabe muy bien qué hacer con la Hermandad Musulmana. La organización es la más antigua, la más numerosa y la más influyente de las organizaciones islámicas, pero su estructura y sus objetivos resultan mucho más complejos de lo que los analistas del Departamento de Estado están acostumbrados a interpretar.

En Occidente se la juzga extremista, pero los jihadistas la detestan por haber rechazado la Guerra Santa y haber optado por la democracia. Cualquier intento de etiquetarla fracasa porque lo cierto es que se trata de un movimiento más que una organización vertical y está integrada por una variedad de fuerzas que frecuentemente, no solo no coinciden, sino que abiertamente se oponen unas a otras.

Por si esto fuera poco, el panorama se complicó aún más cuando diez candidatos presidenciales, incluyendo el segundo en el comando de la Hermandad, Khairat el-Shater, fueron descalificados por la Comisión Electoral, reduciendo la contienda a una opción entre el islamismo o la continuidad.

La decisión de los militares de intervenir no es casual ni inesperada. El ejército egipcio es conocido por su resistencia a la Hermandad (Nasser encerró a sus adherentes en campos de concentración) y por otra parte, están los 1.300 millones de dólares en ayuda militar norteamericana, que se congelarían si un nuevo gobierno decidiese abrogar el acuerdo de paz con Israel.

La semana pasada, la secretaria de Estado norteamericana, Hilary Clinton, declaró que no puede haber marcha atrás en la transición democrática exigida por el pueblo egipcio, pero no dijo nada de una marcha al costado o, simplemente, un alto.

Aún queda mucha energía en la población egipcia y es posible que las demostraciones masivas obliguen a los militares a reconsiderar.

Pero la revolución democrática, esa que prometía un futuro diferente, esa, probablemente, corra la misma suerte que Mubarak.