Nuevamente el inicio de clases se pospone por los paros docentes. No se trata de un hecho aislado dado que se viene repitiendo en cada comienzo del ciclo lectivo. Los paros se producen en paralelo con el aumento de la inversión pública en educación. Entre los años 2004 a la actualidad, el gasto público en educación pasó desde el 4% hasta superar el 6% del PBI, una proporción similar a la observada en países desarrollados. El salario de un maestro de grado con 10 años de antigüedad pasó de equivaler el 83% del PBI per cápita a superar el 110% del PBI. Según datos de la OECD, en las sociedades avanzadas este porcentaje se ubica en el 103% del PBI per cápita.

Sin embargo, los crecientes recursos que se invierten en educación contrastan, no sólo con los paros, sino también con los pobres resultados. Se estima que el porcentaje de jóvenes que concluyen la secundaria a tiempo ronda el 36%, es decir, sólo 1 de cada 3 jóvenes adolescentes terminar a tiempo la secundaria; el resto se retrasa o directamente la abandona. Los que permanecen en la escuela cada vez aprenden menos. En la prueba internacional de PISA los jóvenes argentinos de 15 años de edad pasaron de un puntaje promedio de 418 a 398 entre los años 2000 y 2009.

¿Cómo se explica que frente a semejante esfuerzo de inversión, los resultados sean tan malos? La clave pasa por baja calidad de las reglas de organización del sistema. Dentro de ellas, una cuestión central es que el gobierno nacional no asume que la educación es responsabilidad de las provincias. El ejemplo más ilustrativo es la negociación, impuesta en el año 2006, donde a nivel centralizado se determinan pisos salariales que las provincias son obligadas a superar. Se trata de un enorme contrasentido. La Nación fija aumentos de salarios que las provincias deben pagar con sus propios recursos. Los problemas se potencian en un marco de extrema centralización de los recursos fiscales, al punto que las provincias reciben apenas un cuarto del total de la recaudación impositiva.

Adicionalmente, este esquema de determinación de salarios induce a inequidades, ya que el mismo aumento recibe el docente que se esfuerza y se compromete con el aprendizaje de sus alumnos, que el que utiliza los innumerables vericuetos legales de los estatutos docentes y las deficiencias en los controles para eludir su responsabilidad de dar clases. No se reconoce que se podrían pagar mejores remuneraciones, y evitar los paros, si se dejara de pagar a los docentes que no trabajan y, con esos recursos, remunerar mejor a los maestros que se comprometen con sus alumnos.

El fracaso no se va a superar con discursos grandilocuentes sino con un profundo cambio de estrategia. El Congreso, muy propenso a sancionar leyes educativas, tiene que asumir que la mejor y más importante ley de promoción de la educación es una Coparticipación Federal de Impuestos, consistente con la realidad de que las provincias son la responsables por la educación. En paralelo, la Nación debería dejar de intervenir en la política salarial y las provincias dejar de claudicar ante las presiones corporativas para bregar por un esquema de remuneración que premie el esfuerzo y el compromiso. Inclusive el Poder Judicial tiene para aportar a favor de la educación a través de abstenerse de emitir fallos que incentiven los paros cuestionando el descuento de los salarios por los días no trabajados.