

En mi columna del 17 de abril argumentaba que en un reciente estudio habíamos encontrado que “dos factores globales (la tasa de interés y la aversión al riesgo del inversor internacional) explicaban más del 50% de la variación del riesgo país en economías emergentes para el período 2000-2005 , y en virtud de esto recomendaba “la acumulación de liquidez, la reducción y desdolarización de la deuda, y la promoción de mecanismos regionales o internacionales de seguro que reduzcan los costos de esta exposición externa .
El gráfico adjunto, reproducido en el último Informe de Expectativas Cambiarias del CIF, abona con creces esta hipótesis: si algo explica la evolución reciente del riesgo emergente es la variación de la aversión al riesgo, medida, como en el trabajo citado, como la prima de riesgo de los bonos corporativos en países desarrollados. Lo sucedido en las últimas semanas confirma el veredicto.
La mala noticia es que, nuevamente, los costos financieros argentinos dependen de decisiones que están lejos de Buenos Aires. Inversores especulativos, confundidos en la exégesis de los discursos bernánquicos, abandonan los activos de riesgo (incluyendo los emergentes) y elevan la prima argentina en 80 puntos en tres semanas sin que los fundamentales argentinos se hayan movido un ápice.
La buena noticia es que la historia no se repite a sí misma: el país ha evolucionado.
En los 90s el riesgo país era con creces el principal indicador líder de la economía real. Esto era así en parte porque la restricción financiera externa podía derivar en última instancia en una situación de iliquidez y cesación de pagos, que se reflejaba anticipadamente en desintermediación financiera, fuga de capitales y desinversión que a la postre conducían al colapso de la economía -y, sí, a la cesación de pagos-.
Hoy este nexo se ha debilitado. En un contexto de suba de tasas internacionales y de spreads soberanos, el BCRA se puede dar el lujo de seguir enriqueciendo reservas financiada con deuda sin sacrificar las tasas de interés fuertemente negativas. Independientemente de la evaluación que uno haga de esto último, el dato a tomar en cuenta es que el Central goza hoy de rango de autonomía inédito en la historia argentina.
Esto, a su vez, explica el divorcio entre el riesgo soberano y la economía real. Lo que es más importante, es probable que en el futuro se invierta la dirección de causalidad: el mejor rendimiento económico no debería ser la consecuencia del apetito por el riesgo argentino, sino su causa.
¿A qué se debe este cambio, a mi juicio estructural? Esencialmente, a tres factores asociados a las recomendaciones del comienzo, que reflejan las lecciones que dejó la crisis.
Primero, la preferencia por la solvencia fiscal, que desde 2002 viene produciendo superávits por encima de los mínimos requeridos por la solvencia financiera. Segundo, una reestructuración agresiva de la deuda que la redujo tanto en niveles como en valor presente (alargando duración y reduciendo cupones). Tercero, la desdolarización de la deuda vieja y nueva, que refleja una vocación por asumir los costos de evitar los errores del pasado.
De este diagnóstico surge una evidencia interesante: en la medida en que la actual confusión financiera incida sólo marginalmente sobre el desempeño de la economía real, éste reflejará crecientemente los factores reales que fueron durante años enanizados por los aspectos financieros.
Así, la menor dependencia país saca a relucir las vulnerabilidades del modelo agro exportador. Por ejemplo: a un (esperable) exceso de celo del nuevo banquero central americano que desacelere el crecimiento de los nuevos gigantes asiáticos e incida negativamente en la demanda de granos. O a un incremento del riesgo emergente que debilite a las economías regionales, nuestros principales compradores de manufacturas. En ambos casos, con impacto sobre unas finanzas públicas fuertemente procíclicas y atadas al desempeño exportador.
Más en general, esta evolución pone sobre el tapete la fuentes de riesgo real que tradicionalmente caracterizó a los países en desarrollo: volatilidad de los términos de intercambio producto de la baja diversificación del comercio exterior, volatilidad de las cuentas fiscales (fruto de la naturaleza procíclica de los tributos y de la alta evasión, y de la discrecionalidad del gasto), volatilidad de las políticas (producto de la falta de consensos internos y regionales, que al día parece tan desconcertante como irreducible).
Las indicaciones en estos casos son conocidas: un gasto contracíclico de mejor calidad, estímulos claros para canalizar las rentas del crecimiento en inversiones productivas, un marco de coordinación macroeconómica regional que emule a Europa o el sudeste asiático, diversificando el riesgo y optimizando las negociaciones comerciales.
En suma, este nuevo episodio de nerviosismo en los mercados financieros debería interpretarse como una señal: la clausura de un período de políticas defensivas, y el comienzo de otro en el que nuestras políticas serán como nunca responsables del resultado final.










