Odio a Ibsen, porque se quedó con un título que yo quería para una novela: “El enemigo del pueblo . Me imaginaba la historia de uno que odiara al pueblo, pero por las razones correctas. No porque quisiera sojuzgar a nadie, sino exactamente por lo contrario.

A falta de esa opción narrativa, algunas ideas de fondo sobre el tema:

1. El pueblo no existe: se trata de una abstracción, y de una que altera la realidad para hacerla caber en un molde dudoso. Esa suma general de individuos puede darse en la cifra de nuestros habitantes, pero no en un todo con valor político. Porque decir pueblo no es decir todos, es decir un conjunto con una vida particular, que además se muestra en asociación con otra serie de grandes palabras creadoras de ilusión: tradición, lucha, insurgencia, resistencia, represión, etc., conformando entre todas una constelación metafísica a la que comprendemos por haber escuchado desde nuestro nacimiento, aunque no por su consistencia real. El movimiento del concepto y sus asociaciones determina muchos escenarios, deformándolos. Los deforma porque alude a una entidad imposible: no hay deseo del pueblo, porque los abstractos no desean, ni hay resistencia ni nada. Lo que hay son personas, malamente sumadas sin criterio. Y también los deforma porque pone en el lugar del protagonismo a una entidad sin ser, realidad ni sustancia: el pueblo es una simulación entronizada en el centro de la vida cívica. Allí donde deberíamos lograr una realidad poderosa y eficaz ponemos un concepto vacío y generador de equívocos.

2. El pueblo es un concepto fascista: por más que la idea se pretenda la encarnación de la justicia social, lo cierto es que da de la justicia una versión pobre y parcial. Lo fascista (y el término, sí, está usado con un tono amplio, pero adecuado) es ese amuchamiento de individuos despersonalizados, esa promoción de la renuncia a la vida concreta para permitir el armado una muchedumbre indiferenciada y manipulable. Se invoca la palabra y la idea de pueblo pretendiendo encontrar en ella una fuerza de libertad. En lo concreto muchos individuos deben haberse deformado para caber en tal molde. Y esa pérdida, esa simplificación que borra la realidad, constituye un intento de quitar toda libertad de donde ella es posible: la aventura personal de vida. No hay pueblo, hay personas, gente, y hacer de los individuos masa amorfa es la operación fascista por excelencia. Contrariamente a lo que solemos creer, el pueblo no lucha contra el fascismo, lo realiza.

3. Ser pobre no es ser bueno, es ser pobre: tras la idea de pueblo y de lo popular como valor, asoma un intento de rescatar la pobreza, de valorarla por encima de la riqueza. La despersonalización es también una des-sensualización, aporta su cuota de valoración del dolor como clave emocional de lo popular. No hay alegría, hay consuelo, porque una historia tan dura (el pueblo es una noción que designa un colectivo víctima) no puede sino haber amargura. Amargura valiosa, profunda, pachamama. A eso corresponde llamar el pobrismo: a la noción de que el pobre es digno y el que no es pobre es insensible o cómplice del mal. Por ese camino, generamos y regeneramos la pobreza.

4. La pobreza no debe ser rescatada como cultura popular. No es que no haya culturas propias de ciertas partes del territorio, y que incluso puedan tener relación con remotas experiencias históricas. Digo que hay una especie de farsa de valoración de las costumbres de la pobreza que terminan exaltadas como rasgos de una supuesta cultura. Separar lo que es pobreza de lo que es costumbre humana característica es un desafío que trae claridad al tema de lo popular, lo enmarca en un contexto necesario. La idea de que lo que surge del desamparo y la desnutrición, que deben ser combatidas, es una cultura respetable, nos confunde y quita efectividad en la lucha contra la pobreza, que termina pareciendo así lucha contra lo popular y deseable.

5. Toda aparición del pueblo es, hoy, teatro: cuando en las calles aparece un grupo de gente con ansias de representación (cosa que es, por supuesto, legítima, aunque muchas veces autoritaria y patotera), aun cuando presenten bombos y carteles, no es más que la representación de un colectivo de actores que pretenden encarnar lo que no existe. Muchos de los participantes pueden no ganar nada en la función, excepto un poco de sentido personal (la idea de ser el pueblo resulta un estímulo o una confirmación de otras opciones simbólicas tomadas en lo personal). Otros, directores de la obra, suelen ser más cínicos, aunque en el fondo terminen amparándose en la necesidad de poner ese símbolo en movimiento. Pero no hace falta creer, por más que lo digan, que se trata del pueblo. Son actores, y son cada vez menos.

6. El pueblo es retrógrado. Su aparición en el vocabulario político y los efectos que genera en el juego de la recreación de la realidad, son reaccionarios: no permiten avances, ni sutilezas, ni entendimientos. El pueblo no es una instancia social evolutiva, es un factor de reproducción de lo peor. Es probable que en otros países la idea de pueblo actúe de otros modos, en lo que respecta a la Argentina es el emblema equívoco de la reacción, el disfraz que adoptan movimientos involutivos para justificarse. Y más de un confundido adopta confiado la idea del pueblo como una propuesta de solución, sin serlo en lo más mínimo.

No, no digo que no pueda pensarse en conjuntos, en comunidades, en lo social. Digo que no hay pueblo, y que podemos dar versiones más realistas y más útiles. Tenemos que dejar de repetir como loros ciertas palabras como si fueran realidades, sin observarlas y ponerlas en cuestión. Pensando de cerca la idea de pueblo aparece como el origen de una serie de consecuencias negativas, ¿por qué atarnos a ella, no volver a pensar, no encontrar categorías más interesantes? ¿Decimos querer nuevas ideas, nuevos modos de pensarnos? Consideremos entonces estas premisas. Tal vez, aunque puedan sonar insólitas, señalan una verdad importante.