A fines de enero pasado y frente al pedido de aumento de tarifas de Aguas Argentinas, el presidente Kirchner expresó en un discurso: “Minga que le vamos a aumentar, primero que den agua al pueblo .

Esta frase corta y contundente expresaba un estilo de gobierno. El Presidente tomaba un tema relevante de gestión y lo llevaba a la tribuna política, sintetizándolo en el planteo clásico de antagonismos. El pueblo por un lado y el supuesto enemigo del pueblo por el otro. En este caso este último era alguien poderoso que suponía no cumplir una obligación, nada menos que darle agua al pueblo. Además, se daba a entender que esa empresa aspiraba injustificadamente a aumentar su tarifa.

Más allá del caso específico, que no nos proponemos discutir, se repetía de esta forma una construcción que hoy es recurrente en el discurso oficial. Se define un enemigo al que se le adjudican intenciones aviesas e interesadas y el expositor expresa con tono elevado, que no permitirá que alcancen a perjudicar a su pueblo.

El fundador del justicialismo fue un cultor de este discurso y, desde entonces, ha formado parte de la práctica política de un importante segmento de nuestros hombres públicos. Los costos que este discurso ocasiona en el largo plazo son fáciles de adjudicar a otros, mientras que en el corto plazo convoca eficazmente el apoyo popular.

Pero lo que nos interesa ahora discutir con mayor profundidad es el minga. Esta es una palabra de nuestra jerga que se emplea para indicar enfáticamente que no se accederá a un pedido o que se negará la entrega de algo. La utiliza como respuesta aquél que tiene el poder de entregar, frente a quien pide esperanzado. En el divertimento juvenil, el que pide suele ser inducido a insistir dándole la expectativa de que se accederá para lograr así mayor espectacularidad y sentido burlón con el consabido ¡minga! La demostración de control por quien niega, queda así absolutamente clara.

La división de poderes limita teóricamente la capacidad autónoma del gobernante para el minga, no obstante conserva grandes espacios según los quiera usar. Ello dependerá de su menor o mayor vocación de intervenir en la sociedad.

En cada decreto de necesidad y urgencia suele haber un minga. Cuando se devaluó un 200% y se pesificaron los préstamos hipotecarios con el uno a uno, se le dijo minga a los que prestaron. Los concesionarios de servicios públicos que vendían en pesos pero que debían en dólares y sus tarifas quedaron pesificadas y congeladas luego de la devaluación, debieron escuchar resignados el minga que les correspondió. Es el mismo minga que recibieron los bonistas y que siguen escuchando los que no adhirieron al canje.

Entiéndase que no estoy en la posición de que un gobernante no deba emplear la negación. Sin duda deberá hacerlo en múltiples ocasiones, ya que está enfrentado a solicitudes de todo tipo que reclaman regulaciones y medidas de favor. De lo que se trata es de discutir cuál es el límite del minga, luego de que se evidencia la razonabilidad de lo solicitado por estar basado en situaciones de extrema inequidad o en fuertes deformaciones en las relaciones económicas normales. El minga sostenido potenciará esas deformaciones y requerirá tarde o temprano una corrección mucho más traumática.

La macrodevaluación de comienzos de 2002 excedió holgadamente lo necesario para corregir la anterior sobrevaluación del peso. A partir de allí, la defensa de un tipo de cambio muy alto requirió congelar las tarifas públicas y evitar aumentos salariales.

De esa forma, y con la ayuda adicional de las retenciones, se pudo morigerar el traslado de la devaluación a los precios. Pero todo esto produjo deformaciones muy importantes en los precios relativos que finalmente tienen consecuencias sociales y económicas.

A raíz de la devaluación los precios minoristas crecieron un 61% pero las jubilaciones y los salarios públicos prácticamente no han crecido, multiplicándose los reclamos y conflictos. Seguramente podrán resistirse, pero ¿hasta cuándo? También han aumentado los costos agrícolas e industriales, apretando los márgenes de exportación. Los reclamos para reducir las retenciones se están haciendo notar. Si se accede se afectaría el superávit primario, que es necesario preservar para hacer sustentable la deuda. En tanto no haya reformas estructurales para reducir el gasto, el minga debe continuar.

El congelamiento tarifario se ha paliado con subsidios crecientes, pero esto tiene su límite en la restricción presupuestaria y, además, introduce incertidumbre y no evita el desaliento de las inversiones y el deterioro de los servicios.

Los aumentos concedidos en las tarifas industriales y no en las residenciales, incorporan distorsiones que en algún momento habrá que desandar. Ya se ha creado un concreto riesgo energético y ocurrirá lo mismo en otros servicios básicos. El minga tal vez pueda estirarse hasta las próximas elecciones, pero sin duda hay un límite.