

Se suele decir que la estadística es la ciencia por la que, si un hombre come dos pollos y otro ninguno, dos hombres comieron un pollo. Así, el post-mortem de la crisis argentina señalaría que si, a fines de 2001, 36,3 millones de personas percibían ingresos por 7.400 pesos (o 1.793 pollos; peso aproximado: 2,4 kg), a fines de 2005, 38,5 millones percibían $ 13.850 de ahora (o 1.442 pollos).
Esta comparación es equívoca en varias dimensiones. Para la discusión que nos ocupa (la perversidad de las estadísticas o, más específicamente, la relación entre crecimiento, pobreza y equidad), dos de estas dimensiones son relevantes: la distribución del ingreso reportado en la Encuesta Permanente de Hogares y la distribución del ingreso no reportado en la EPH.
El primer aspecto tomó relevancia hace unas semanas cuando el Indec informó los números correspondientes al tercer trimestre de 2005, que revelaron un deterioro de la brecha de ingresos en relación a los últimos días de la convertibilidad. Tomado en frío, el dato echó una luz negativa sobre el actual modelo económico, motivando una rápida condena al mensajero. La importancia del tema amerita algunas aclaraciones.
La primera se refiere a la distinción entre ingreso y equidad. Para ilustrar de manera concisa la montaña rusa del último lustro, el gráfico adjunto muestra la variación por decil de un ingreso de $ 100 desde octubre de 2001 hasta el punto de máximo deterioro (octubre de 2002), y de allí al tercer trimestre de 2005. El universo, es esencial aclararlo, es el de la población con ingresos en aglomerados urbanos. Dos datos surgen de este simple ejercicio. Primero, el crecimiento pos-crisis trajo una recuperación del ingreso en todos los niveles. Segundo, esta recuperación fue desigual: los deciles superiores recompusieron su ingreso casi en su totalidad, mientras los inferiores permanecieron por debajo.
Esto último no debería sorprender si tomamos en cuenta algunas características de la economía argentina reciente. Por un lado, un ajuste fiscal fundado en la dilución del gasto real que tiene como efecto directo la licuación de jubilaciones y planes sociales, y un rezago salarial que afecta principalmente al empleo precario o informal (vale recordar que el cociente entre el décimo decil de ingreso y el primero permaneció estable entre 27 y 28 desde octubre 2001 a la fecha, con dos excepciones: el 29,9 de mayo 2002, y el tristemente célebre 30,8 del tercer trimestre de 2005, ambos períodos de suba de la inflación).
Por otro lado, un impulso a la inversión y el crecimiento basado en una alta rentabilidad empresaria que ha tenido como correlato una fuerte generación de empleo de baja remuneración y una baja participación salarial en el ingreso.
Esto último nos lleva a la segunda dimensión en la que el crecimiento cuenta una historia incompleta: la del ingreso no reportado. Si bien la EPH reporta rentas financieras, se sabe estas últimas son groseramente subestimadas. Dado que son relevantes sólo para el estrato de mayores recursos (recordemos que el ingreso máximo para el noveno decil en la última encuesta fue de apenas $ 1.780), es fácil inferir que la devaluación, el dólar alto y el boom financiero distanciaron aún más a los hogares de altos recursos con ahorros financieros en moneda extranjera, con lo que el deterioro de la distribución puede haber sido mayor que lo que sugiere la discusión mediática.
Dicho esto, no es esta la única (ni la mejor) manera de mirar los datos al interrogarnos sobre la distribución. Cuando, en la última columna del gráfico adjunto, computamos el cambio en el ingreso per cápita familiar en el período 2001-2005, el mismo presenta un cuadro llamativamente distinto: la variación es positiva y comparable entre estratos. ¿Cómo se reconcilian ambos resultados? Fundamentalmente, por el hecho de que, si bien los ingresos en 2005 son menores y más desiguales que en 2001, están al alcance de una proporción mayor de la población (52% contra 42% en 2001), debido a la creación de empleo de baja remuneración y a la generalización de los planes sociales a partir de la crisis.
Entonces, ¿estamos mejor o peor que antes? Esta pregunta lleva implícito un escenario contrafáctico difícil de desentrañar: ¿Cuál habría sido el impacto distributivo de una resolución más progresiva de la crisis en 2002, o de una menor inflación con un menor crecimiento en 2004-2005? ¿Es posible que, en un contexto de alto desempleo y baja inversión, la generación de empleos baratos haya sido la forma más eficiente de complementar el gasto social de modo de inducir una distribución más equitativa? Los datos oficiales al menos no contradicen esta hipótesis.
Imposible agotar aquí la discusión del problema del crecimiento con equidad. Baste esta introducción para reavivar un debate desplazado por las urgencias de la crisis. La valoración de la equidad como objetivo en sí mismo es un aspecto esencial de un gobierno progresista; es de esperar que, superadas las emergencias, sea esencial a la hora de evaluar las bondades del nuestro.










