En algún momento entre principios de 1993 y mediados de 1995 la televisión trajo lo que tal vez fuera la representación más clara de los alcances de la crisis en Somalia. En la pantalla, un helicóptero de las Naciones Unidas intentaba descargar bolsas con semillas que, una vez que dieran sus frutos, presumiblemente servirían para aliviar la hambruna que asolaba al país. En tierra, somalíes hambrientos se disputaban las bolsas, las abrían, y se devoraban las semillas.

Con esta imagen perturbadora en la cabeza, con Sebastián Galiani nos pusimos a explorar hace ya algunos años una generalización menos dramática: así como a los hogares de escasos recursos, el consumo postergado resta incentivos para el ahorro, en países pobres el ahorro fiscal en períodos de relativa bonanza es extremadamente costoso, en la medida en que el poder político no puede sustraerse a las ingentes demandas de gasto.

En aquél trabajo, evaluamos esta hipótesis en tres pasos. Primero, definimos como gasto deseado aquél que tendría lugar en ausencia de restricciones financieras. En concreto, proyectamos cuál sería el gasto público de Argentina si Argentina fuera, por ejemplo, Estados Unidos. La diferencia entre este gasto deseado y el efectivamente realizado es una razonable aproximación al déficit de gasto al que hacía referencia. Segundo, estimamos la ciclicalidad del gasto público para un gran número países de diverso grado de desarrollo. Por último, comparando ciclicalidad y déficit de gasto.

Como intuíamos, encontramos que la prociclicalidad del gasto (esto es, el hecho de que el gasto se expande en períodos de expansión del producto, y se contrae en períodos de contracción) depende fuertemente de la presencia de un déficit de gasto. De hecho, países en desarrollo con niveles de gasto público cercanos a los deseables no exhiben ninguna prociclicalidad, lo que sugiere que la relación entre desarrollo y prociclicalidad reflejaría esencialmente que, en promedio, los gobiernos de países desarrollados gastan más.

Por otro lado, la prociclicalidad del gasto se manifiesta fundamentalmente al alza: no se debe a recortes cuando una crisis elimina fuentes de financiamiento como tanta veces se ha sostenido, sino a incrementos pronunciados cuando mejoran los ingresos fiscales, lo que una vez más apunta hacia la dificultad de ahorro de los gobiernos pobres.

Esto no necesariamente implica que el gasto procíclico sea óptimo en esto casos. En la medida en que los tiempos excepcionalmente buenos no sean permanentes (generalmente no lo son) el pan de hoy es el hambre de mañana. Así, la comprensible impaciencia del Estado pobre no es más que una versión de la trampa de la pobreza, que impide la maduración de las inversiones necesarias para una salida de la pobreza (y, en muchos casos, disuade a los inversores que anticipan que el Estado hambriento comerá sus semillas una vez que éstas estén en la tierra).

El argumento tampoco absuelve a los gobierno pobres de los cargos de oportunismo electoral o manipulación política, si este gasto se destine a hacer menos ostensibles las demandas sociales (mediante la represión de sus manifestaciones más visibles, la cooptación de sus representantes o, en última instancia, el control de sus medios de difusión) en lugar de satisfacerlas directamente.

Lo que hace el argumento es poner en pie de igualdad a países económicamente desiguales. Así, la prociclicalidad del gasto público en países en desarrollo no sería fruto de gobiernos corruptos y oportunistas, sino del déficit crónico en la provisión de bienes públicos como educación, salud y seguridad social, así como de las demandas asistenciales asociadas a los altos niveles de indigencia. Más que instituciones pobres, gobiernos pobres. De esta manera, los resultados contradicen la visión aún dominante de que las instituciones y los gobiernos preceden y determinan el desempeño económico, insinuando una relación inversa: los niveles de pobreza incrementan las urgencias y acortan el horizonte temporal del gobernante.

La implicación natural de esta suerte de prociclicalidad endógena es la conveniencia de reglas fiscales que reduzcan la volatilidad del ingreso fiscal disponible, facilitando la gestión del gobernante. Esquemas como los fondos de estabilización fiscal (aplicados por lo general al ingreso por venta de commodities pero recientemente implementado en Argentina con criterios puramente presupuestarios) o las cláusulas explícitas de rescate anticipado de deuda, entre otros, inhiben al político de decidir (y negociar) sobre una porción importante del ingreso adicional.

Iniciativas de este tipo deberían estar al frente del debate en un contexto como el argentino que combina ingresos extraordinarios con una extrema volatilidad real. Por el contrario, el incremento del presupuesto manejado discrecionalmente por el poder ejecutivo es desde este punto de vista un paso en la dirección equivocada.