

Una de las más nefastas características de los argentinos es la anomia, es decir, la tendencia a no cumplir con las normas preestablecidas. Hace varios días los porteños debieron comenzar a cumplir con la Ley 7.899 (“Ley Antitabaco ), según la cual se prohibe fumar en lugares públicos o privados de acceso al público en el ámbito de la Ciudad de Buenos Aires. La reacción de algunos y el inicio de acciones judiciales para frenar la norma referida, puso de manifiesto que, además de anomia, los argentinos tenemos inclinación a cuestionar todo, inclusive aquellas medidas cuyo claro y único objetivo es preservar la salud.
En efecto, en la Argentina siempre se ha encarado el hábito de fumar como un problema vinculado con la salud, lo cual es lógico porque está científicamente comprobado que el cigarrillo envenena el cuerpo humano, lo maltrata, lo va agrediendo de a poco y termina aniquilándolo. De hecho mueren casi cinco millones de personas por año, en el mundo, por causas relacionadas con el nefasto hábito de fumar. Sin embargo, el tema presenta otros ángulos de análisis que no tienen que ver directamente con la salud, sino con lo social y lo jurídico, es decir, con la convivencia social y los derechos de los ciudadanos.
Cuando una persona fuma, toma la decisión libre y voluntaria de agredirse; se autoflagela, suele saber que lo hace, pero decide seguir adelante porque no puede con su vicio o simplemente porque no es su voluntad dejar de suministrarse el placer que le provoca esa práctica autodestructiva. Esto es preocupante porque la salud es muy importante, pero, al fin y al cabo, cada uno tiene el derecho de hacer con su vida lo que quiere.
A partir de este punto comienza el perfil social y jurídico de la cuestión, porque, por un lado, la decisión del fumador de maltratarse constituye, para él, un derecho: el que tiene todo ser humano de decidir acerca de su salud (implícitamente reconocido en la Constitución Nacional), y el de hacer todo aquello que las normas no prohiben (Art. 19). Pero por otro lado, la contracara del derecho de fumar es el de cuidar la salud y el de vivir en un ambiente sano y equilibrado por parte de quienes no lo hacen.
¿Cómo ejerce un fumador su derecho de fumar, en el mismo momento y espacio en el que un no fumador quiere ejercer su derecho a la salud? Como es imposible compatibilizar en tiempo y espacio el ejercicio simultáneo de ambos derechos, alguno de ellos debe ceder; el problema es determinar cuál.
Aunque no parezca, la respuesta la da la misma Constitución Nacional, al manifestar que las acciones privadas de los hombres están fuera del juzgamiento de los magistrados, en la medida que no perjudiquen a terceros. Luego, si la ley suprema restringe el ámbito de la intimidad para evitar una lesión a los derechos de terceros, con más razón debe limitarse la conducta de aquel que perjudica a los demás desde fuera de su propia privacidad, es decir, en la vida comunitaria social, laboral, cultural, deportiva, etc.
Por lo tanto, si bien es cierto que cada uno tiene derecho a realizar cualquier conducta no prohibida, el mismo cesa cuando esa conducta no prohibida avanza sobre las potestades y derechos ajenos. De modo tal que si el derecho de fumar se ejerce a costa de la restricción a un derecho de otros (como ser el de la salud e integridad física, y hasta el de vivir -mueren seis mil argentinos fumadores pasivos al año, a raíz de esa circunstancia-), se configura el llamado abuso del derecho que el Código Civil prohibe al proclamar que la ley no ampara el ejercicio abusivo de los derechos; y el ejercicio de un derecho es abusivo cuando perjudica a los demás.
En definitiva, así como la Constitución Nacional confiere derechos y libertades a los habitantes, también contempla la posibilidad de que esos derechos sean reglamentados por las leyes (Arts. 14 y 28) a fin de armonizar la convivencia social. Esto significa, lisa y llanamente, que los derechos no son absolutos, sino que se ejercen con las limitaciones dispuestas por la ley en el marco de la vida en comunidad.
Es función, pues, de las autoridades, impedir a unos que perjudiquen a otros, legislando de forma tal de limitar, restringir o directamente prohibir el ejercicio de los derechos que provoquen ese resultado. Afortunadamente, la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, a partir del proyecto Paula Bertol, ha tomado, en este aspecto, una acertada decisión, que debería ser imitada por las autoridades nacionales (para todos los edificios públicos que dependen de ellas), y por las autoridades provinciales en sus respectivos territorios.










