

Los ‘80 fueron los años del ancla cambiaria. En un contexto de inercia inflacionaria (la indexación a la inflación pasada) y uso del dólar como unidad de cuenta, la promesa de un dólar deprimido en el futuro era el atajo para orientar las expectativas inflacionarias a la baja. Bandas, tablitas, acuerdos de precios y otras especies exóticas intentaron de este modo poner riendas a una inflación que surgía de desequilibrios fiscales crónicos financiados por bancos centrales dóciles que, recurrentemente, terminaban en hiperinflación, huida al dólar y redenominación de la moneda: moneda nacional, peso ley, peso argentino, austral, peso convertible, signaron un derrotero en el que se perdieron trece ceros.
Los ‘90 fueron los años de la disciplina monetaria. Los países entendieron que había que cortar por lo sano y reescribieron la carta orgánica de sus bancos centrales de modo de prohibir la financiación del déficit. Algunos países, escépticos de su propia capacidad para sobrellevar la adicción al financiamiento inflacionario, optaron por los regímenes superfijos (convertibilidad, dolarización) que eliminaron la tentación eliminando a la autoridad monetaria. En ambos casos, los déficits se redujeron y la inflación descendió a niveles desarrollados.
Los 2000 son los años de la política monetaria. Liberada de las presiones para emitir y dotados de una autonomía y una credibilidad impensadas veinte años atrás, los bancos centrales pueden prescindir del tipo de cambio para anclar las expectativas inflacionarias. En esto consiste el nuevo paradigma de Flotación con Metas de Inflación, en el que la banda cambiaria ha sido finalmente reemplazada por una banda de inflación.
¿Significa esto que la política cambiaria ha pasado a mejor vida? En una reciente investigación junto con Federico Sturzenegger encontramos indicios de una historia diferente. Los regímenes de fuerte intervención cambiaria siguen prevaleciendo en el nuevo milenio. Sin embargo, a contramano de los ‘90, la intervención no se orienta a evitar una depreciación que impacte negativamente en los balances de firmas y gobiernos dolarizados, sino que acumula reservas en un intento por posponer la apreciación real.
Varios aspectos justifican este cambio de dirección: términos de intercambio favorables, bajas tasas de interés externas, en algunos casos la desdolarización que hace que hoy los gobiernos no le teman al dólar alto. Varios aspectos complementan la intervención (por ejemplo los controles de Argentina). Pero con el cambio de siglo el miedo a flotar de los ‘90 ha devenido miedo a apreciar, con implicaciones diametralmente opuestas: en lugar de recesiones amplificadas por rigideces nominales, enfrentamos expansiones inflacionarias amplificadas por la rigidez cambiaria.
Las razones por las que los gobiernos de un número creciente de países en desarrollo favorecen esta política van desde los réditos electorales del crecimiento, hasta cuestiones estratégicas ligadas a la competitividad y al desarrollo de mercados externos. Esta última postura, de raíz mercantilista, presume que la transitoria protección cambiaria facilita a las industrias locales su ardua inserción en los mercados externos de modo que, cuando el tipo de cambio converja a su valor de equilibrio, estén en condiciones de competir sin muletas. En definitiva, promete un mayor volumen de comercio internacional y, eventualmente, un mayor crecimiento de la economía.
¿Es esto lo que encontramos en la evidencia? La historia es menos simple de lo que se piensa. Las exportaciones no parecen acusar el impacto del esfuerzo cambiario. Sin embargo, sí encontramos que la intervención genera un mayor crecimiento futuro de manera persistente. Más interesante aún, el efecto distintivo de la política de dólar alto es el aumento de la tasa de ahorro doméstico, que se refleja en mayor inversión.
¿Cómo se explica esto? Comúnmente, una de las consecuencias del dólar alto es la caída del poder adquisitivo de los asalariados, debido al incremento de los bienes transables, pero más aún a que los salarios ajustan a la inflación del dólar alto sólo parcialmente. Por otro lado, es sabido que la propensión al ahorro aumenta a medida que aumentan los recursos y se satisfacen las necesidades más urgentes. Así, el efecto del dólar alto puede traducirse en una transferencia de riqueza a sectores no asalariados de altos ingresos con una mayor propensión al ahorro que, en un contexto de crédito restringido, estimula la inversión que en última instancia generará más riqueza para todos.
Curiosamente, el dólar alto parecería generar desarrollo por un canal (alta rentabilidad empresaria a expensas de salarios bajos) que está lejos de la retórica desarrollista que suele vestirlo. Si el dólar alto valida la premisa mercantilista de una mayor competitividad se verá en el largo plazo. Pero aún si esto no ocurre, existen argumentos para no descartar un regreso de la política cambiaria.










