

Nadie cambia de caballo a mitad de camino, no se arregla lo que no está roto y la esperanza es lo último que se pierde. En definitiva, en la política prima la táctica por sobre la estrategia (el corto plazo sobre el largo). Por eso los grandes cambios de política surgen de las batallas perdidas.
Cuando en 1996 los inversores internacionales, pasando por alto la vulnerabilidad de las economías dolarizadas, permitieron a Argentina retomar el crecimiento de 1994, la crisis del Tequila sirvió no como llamada de atención sino como aliciente para seguir con más de lo mismo (en particular, más desahorro fiscal financiado con capitales externos). Es allí donde se gestaron las condiciones para la crisis de 2001, que la devaluación del real en 1999 sólo precipitó.
Salir de una convertibilidad que aún no mostraba fisuras, y sobre todo ahorrar en tiempos de bonanza para fortalecer la economía ante una eventual crisis, ofrecía beneficios de largo plazo a un costo de corto plazo políticamente inaceptable.
Fue necesario perder la batalla de 2001 para que el déficit fiscal y la deuda dolarizada se volvieran, como la inflación en los 90s, anatema político. Mientras que, superada la crisis del Tequila, Argentina no perdió tiempo en aprovechar el breve ciclo expansivo para incrementar su cociente de deuda sobre producto a la velocidad que los mercados le permitieron, hoy utiliza el superávit comercial para generar ahorro público y reducir sus pasivos externos.
En esto, para bien o para mal, no somos originales. Fueron necesarias las crisis de México, Rusia, Brasil, los tigres asiáticos, para que uno a uno -y antes que nosotros- se fueran desendeudando y desdolarizando los otrora perennes candidatos a la siguiente crisis. Lo cierto es que los crisólogos se han venido quedando sin trabajo: desconcertados por la recuperación argentina, cansados de esperar el colapso turco, hoy le apuntan a países más grandes: China, los Estados Unidos.
Es que, a juzgar por la historia reciente, el nuevo modelo llegó para quedarse. Y las crisis financieras que asolaron al mundo emergente (las fugas de capitales autovalidadas que Guillermo Calvo popularizó como sudden stops) sencillamente no pueden generarse en países sin deuda dolarizada.
Para entender esto, basta repasar el argumento básico del sudden stop: la salida de capitales eleva el tipo de cambio, esto incrementa el tamaño de la deuda en relación al producto, esto genera un problema de balanza de pagos, fundamentando a posteriori la salida de capitales. Por el contrario, si la deuda no está dolarizada, el efecto expansivo del incremento del tipo de cambio lleva a una caída en el cociente de deuda, por lo que la corrida especulativa no es validada por una crisis y un eventual default.
En palabras más simples, ya no es posible generar una crisis basada únicamente en cambios de humor y ataques especulativos. De ahí que el impacto del breve período de nerviosismo financiero a principios de 2006 no haya tenido efectos visibles en el riesgo soberano de las economías emergentes.
Más allá de las demandas de re-entrenamiento que este nuevo estado de situación implica para algunos economistas (como se lamentaba un crisólogo amigo, las crisis financieras, como las economías en transición en su momento, parecería ser una especie económica en extinción) y para los organismos internacionales de crédito (particularmente, el FMI), el nuevo escenario no implica la eliminación de los riesgos macroeconómicos.
Por el contrario, vuelve a poner en primer plano aspectos de la gestión económica injustamente relegados por la crisis. Por ejemplo, el crecimiento de largo plazo, relacionado con la inversión en infraestructura y servicios, o la equidad, tanto transversal (asociada a la distribución del ingreso) como temporal (fundamentalmente, el sistema previsional y sus déficits ocultos).
Pero sobre todo nos devuelve al comienzo de la historia, cuando la macroeconomía consistía en lidiar con el impacto de los shocks reales y con la suavización del ciclo económico resultante. Superada la fobia al riesgo país, la pregunta que los países emergentes deben hacerse es si están haciendo lo suficiente para que la próxima recesión tenga menores costos en términos de producto, desempleo y pobreza.
Así es como Brasil diversifica sus exportaciones para mitigar su exposición al precio de los productos primarios, Chile ahorra la bonanza del cobre y previsiona fondos para los futuros excluidos del sistema previsional, México promueve nuevos instrumentos financieros para estimular la inversión privada en proyectos de infraestructura, y Uruguay busca nuevos mercados para reducir su dependencia de los países vecinos.
El exitismo argentino, como las crisis, parece seguir ciclos de diez años. Regocijada por haber salvado la vida después de un accidente que algunos creyeron fatal, Argentina ¿estará haciendo lo suficiente?










