Sólo hay dos hombres en España que pueden saber a ciencia cierta cuán profundo es el problema que enfrenta el gobierno en este momento. Uno habita en el Palacio de la Moncloa en el oeste de Madrid, el otro se encuentra en la prisión de Soto del Real, al norte de la capital. Uno de ellos es Mariano Rajoy, el asediado primer ministro de España; el otro es Luis Bárcenas, el desacreditado ex tesorero del Partido Popular (PP) de Rajoy y el hombre que está en el epicentro del escándalo relacionado con el pago de sobornos.
En una audiencia el lunes, Bárcenas bombardeó una acusación tras otra contra su ex jefe, insistiendo en que el PP se autofinanció con donaciones secretas e ilegales de compañías. El ex tesorero también confirmó las acusaciones de que Rajoy, junto con otros altos funcionarios del partido, aceptó pagos regulares de sobornos. Rajoy y otros dirigentes del PP insisten en que la acusación es falsa.
Por el momento, parece que ninguno de los dos puede ofrecer una prueba legal decisiva para sustentar su versión de los hechos. Pero habla mucho sobre el estado lamentable de la política española el hecho de que la inmensa mayoría de los españoles parece creerle más al hombre que está en prisión que al hombre que eligieron para dirigir al país en un triunfo arrasador hace menos de dos años.
Las encuestas revelan que más del 80% de los españoles cree que el partido gobernante sabía de las acciones de Bárcenas y las toleraba. Incluso entre los votantes del PP, solo una minoría cree que el partido ignoraba por completo lo que estaba pasando. Los resultados de la encuesta se hacen eco de la conclusión de un estudio más amplio llevado a cabo a principios de este año, según el cual el 96% de los españoles cree que sus políticos son corruptos.
Irónicamente, el cinismo y el desprecio que muchos españoles sienten hacia la clase política del país en estos días ofrece un grado de protección al gobierno de Rajoy. Los votantes están disgustados, pero no del todo sorprendidos por las últimas revelaciones en el caso Bárcenas. A pesar de la indignación expresada en las columnas de periódicos y los programas de radio, no hay indicios de que el testimonio del lunes esté a punto de desencadenar una nueva ola de protestas. En gran medida, el daño político causado por el escándalo ya ha sido minimizado por el electorado español.
Si resulta poco probable que la presión real a favor de un cambio provenga de las calles de España, aún menos probable es que venga del interior del PP, un formidable aparato político que ha sido veloz a la hora de cerrar filas en torno a su aquejado líder. Como ocurre en el resto del mundo, al partido de Rajoy no le faltan rivales antiguos y aspirantes ambiciosos. Pero la mayoría de los altos funcionarios están muy implicados en el escándalo de Bárcenas (como Dolores de Cospedal, dirigente del PP) o bien carecen de prestigio entre los grandes del partido (como Soraya Sáenz de Santamaría, vice primer ministro).
Los socialistas de la oposición han pedido su renuncia, pero ni siquiera reúnen la fuerza suficiente para forzar un debate sobre el escándalo en el Parlamento. Cualquier intento de entablar una demanda penal contra Rajoy requeriría destrabar una serie de obstáculos constitucionales que impiden iniciar acciones legales contra los miembros del gabinete.
En la persona de Bárcenas, el líder español se enfrenta a un enemigo peligroso e implacable que parece decidido a hundirlo cada vez más en el escándalo. Pero Rajoy también sabe que, al menos por el momento, la oposición está débil y dividida, su partido está fuerte y unido y el sistema judicial es lento.
No hay razón que le impida luchar en las próximas elecciones.
