La Argentina está viviendo una experiencia financiera nueva. Está enfrentando una devaluación importante del peso impulsada por un gobierno flamante y avalado por el voto mayoritario de la sociedad. Ese detalle decisivo lo diferencia de las devaluaciones encaradas por gobiernos anteriores. Y le brinda una oportunidad de éxito al país del planeta más especializado en desperdiciar oportunidades.


Desde 1983 a la fecha, Raúl Alfonsín fue el primer presidente en atravesar una crisis financiera aguda y en apelar a una devaluación profunda en febrero de 1989 que terminó en catástrofe. El peso se derrumbó un 25% pero la desconfianza en la gestión del líder radical era tan grande que se cuadruplicó en pocos días, arrastró al país a la hiperinflación y a una derrota electoral con entrega anticipada del poder.


Carlos Menem debió encarar otra devaluación profunda a seis meses del inicio de su gestión en 1989, pero la falta de resultados empujó a la Argentina al Plan de Convertibilidad (1 peso 1 dólar), que estabilizó la economía durante nueve años. El enamoramiento de Menem, de Domingo Cavallo y de Fernando De la Rúa de ese instrumento fue el germen de la crisis del 2001, con la tragedia del corralito, el estallido social y una devaluación del 300% que dejó a un tercio de la población bajo la línea de pobreza.


La última devaluación fue la de Axel Kicillof, quien depreció el peso en un 25% en enero de 2014 y ni así pudo torcer el destino de déficit fiscal, inflación y recesión que había arrancado con el cepo al dólar en octubre de 2011. Ese intento devaluatorio también fue el de un gobierno en decadencia (el de Cristina Kirchner), que terminó en derrota electoral y final de ciclo. Ahora es Mauricio Macri quien lo intenta desde la fortaleza de los primeros días de gestión. El Presidente deberá observar muy bien los errores de sus antecesores para eludir la trampa histórica de las devaluaciones que, por sí solas, jamás han resuelto las heridas económicas y financieras de ningún país.