Desde 2010 atravesamos un estancamiento en la creación de empleo registrado privado y un cambio estructural hacia actividades de menor productividad. A pesar de los ciclos de crecimiento y caída, el número de asalariados formales se mantuvo casi igual, lo que redujo su peso dentro del total de ocupados de casi el 60% a menos del 50%. En paralelo, el sector manufacturero perdió participación y crecieron el comercio minorista y otros servicios de baja productividad. También aumentaron los monotributistas (64%) y la informalidad, consolidando a la Argentina entre los países con mayor caída de productividad laboral en la región. En conjunto, la tendencia revela que el país no logra crecer económica ni laboralmente. El debate sobre la reforma laboral debe partir de este diagnóstico. No es una discusión ideológica, sino práctica: cómo lograr que más argentinos tengan trabajo decente en un contexto de alta informalidad y escasa creación de empleo. El motor del empleo es el crecimiento económico, pero una legislación moderna puede acompañarlo, hacerlo más productivo y facilitar la contratación. Las normas pueden alentar la formalización o trabarla. Cuando las reglas son inciertas, los costos poco claros o la justicia imprevisible, el resultado es siempre el mismo: menos empleo formal y más precaución. La política laboral tiene tres patas: las leyes, la negociación colectiva y la justicia. Las leyes pueden debatirse en el Congreso, pero las otras dos dimensiones exigen más trabajo y diálogo. La negociación colectiva debe modernizarse para incorporar nuevas formas de organización y producción. Y el sistema judicial tiene que ser más eficiente y previsible. De nada sirve cambiar las leyes si las interpretaciones judiciales siguen generando incertidumbre o si los convenios no se adaptan a los cambios tecnológicos y productivos. Uno de los puntos más sensibles del sistema es la alta litigiosidad. Los juicios laborales se multiplican y para muchas pymes representan un riesgo que pone en jaque su continuidad. La ambigüedad legal genera costos que perjudican a empleadores y trabajadores. Definir conceptos salariales y multas que den previsibilidad a los fallos de la justicia puede reducir la litigiosidad. Cuando las normas son predecibles y las obligaciones están bien definidas, las relaciones laborales son más estables y crece la confianza. La ley laboral debe servir de marco, no de obstáculo. Tiene que proteger al trabajador, pero también permitir que las empresas crezcan y produzcan. En la Argentina conviven sectores muy distintos —industria, agro, servicios, economía del conocimiento— y pretender una única norma para todos es un error. La ley debería establecer principios generales y dejar que cada sector, mediante la negociación colectiva, adapte sus reglas. La protección no puede confundirse con rigidez. Una ley moderna ofrece seguridad jurídica y pisos de derechos, pero también flexibilidad para responder a las características de cada actividad. Un caso emblemático es el empleo joven. Los menores de 24 años muestran tasas de desempleo e informalidad muy superiores al promedio, lo que revela una dificultad estructural para acceder a empleos formales. Parte de la solución puede ser reformar el contrato de aprendizaje —una figura hoy prácticamente inutilizada—, para proteger derechos, reducir litigiosidad y dar previsibilidad. Pero el desafío central empieza después: fortalecer la formación profesional, articular educación, empresas y sindicatos, y ordenar los incentivos a la contratación, priorizando a las MiPymes y sectores de baja productividad. También hace falta mejorar la intermediación laboral mediante Oficinas de Empleo más activas y crear espacios de diálogo tripartito que adapten las políticas a las realidades locales. Si bien no existe aún un texto oficial de reforma laboral, las declaraciones y antecedentes del Gobierno muestran un énfasis en reducir la litigiosidad y dinamizar los convenios para mejorar la productividad. Ese enfoque aborda parte del problema descrito, pero deja sin resolver una pregunta clave: ¿Cómo incentivamos la creación de puestos de trabajo? Las leyes de blanqueo rara vez logran resultados reales, porque las condiciones estructurales que desincentivan el registro no cambian. Lo mismo ocurre con los incentivos a la contratación: pueden ayudar a algunos grupos —como los jóvenes—, pero difícilmente generen empleo neto si no se corrigen las bases del sistema. Por eso es clave avanzar hacia medidas de fondo, como segmentar las cargas sociales por tamaño de empresa o nivel salarial, para introducir progresividad en los costos laborales. Hoy una pyme paga prácticamente la misma proporción que una multinacional, y un trabajador de bajos ingresos aporta igual que uno de altos. Existen alivios parciales, pero no una estructura progresiva que dé aire a las pymes y mejore la distribución del esfuerzo contributivo. Ese esquema regresivo desalienta la formalización. Un sistema más progresivo permitiría aliviar a las empresas chicas, impulsar nuevas contrataciones y distribuir mejor la carga. La Argentina necesita más empleo, más producción y más certidumbre. No se trata de flexibilizar, sino de dinamizar. El desafío es construir un marco laboral que proteja a los trabajadores y, al mismo tiempo, fomente la creación de nuevos puestos. Una ley clara y equilibrada no quita derechos: los hace sostenibles. En un país donde el trabajo formal dejó de crecer hace más de una década, reformar para incluir es una tarea impostergable.