La imagen del pequeño cuerpo sin vida de Aylan Kurdi y la de la camarógrafa húngara Petra Laszlo pateando a dos refugiados, conmovieron a gran del parte del mundo (el resto, está en guerra).
Fueron imágenes que, en palabras de Susan Sontag, registraron el dolor de los demás y movilizaron nuestros sentimientos más profundos.
Era necesario un fuerte impacto visual para que una Europa que permanecía insensible y ciega, reaccionara ante una guerra que ya lleva 5 años y que sólo en 2014, le ha arrebatado una vida digna a 60 millones de personas.
Es que ojos que no ven, corazón que no siente. Y el corazón y las emociones son las que parecen impulsar a esta sociedad posmoderna.
Como enuncia Giovanni Sartori, estamos en la era del homo videns, un sujeto sujeto a estímulos visuales. Un momento histórico en el que los relatos se construyen con imágenes más que con ideas y en ese plano, parecen dirimirse las cuestiones más serias y complejas.
Pero esta tendencia no es exclusiva de Europa. En nuestro país, los temas importantes también se resuelven en la pantalla y las campañas electorales, son una muestra de ello.
Por eso, los candidatos presidenciales están más interesados en estar en el Bailando que en participar de Argentina Debate, una iniciativa para la realización del primer debate presidencial que tendrá lugar el próximo 4 de octubre.
Por esto, también, en las recientes inundaciones que azotaron a la provincia de Buenos Aires, la foto de María Eugenia Vidal chapoteando en las zonas afectadas, le ganó la pulseada a las que mostraban a Daniel Scioli vacacionando en Italia.
Es que una imagen vale más que mil palabras, y aunque luego se descubrió que las fotos del gobernador bonaerense correspondían a otro viaje y se ensayaron diversos motivos para justificar la escapada, nadie dudó de la veracidad de las fotos difundidas a través de las redes sociales. Porque hay que ver para creer o, mejor dicho, se cree en lo que se ve.
¿Por qué se produce este fenómeno? Porque en el mundo de hoy, y desde hace ya un tiempo, conocemos, nos informamos y hasta nos relacionamos a través de pantalla del televisor, la computadora o el teléfono.
La imagen se convierte así en el lenguaje de este tiempo. En ella, el mensaje se funde con colores, texturas y sonidos que nuestro cerebro procesa casi en automático y sin mediar con la razón. A diferencia del lenguaje verbal que demanda de un proceso mental complejo, ver algo es suficiente para pensar que existe, que es real.
Por eso, muchas veces, resulta casi inocuo cualquier intento de argumentación tendiente a rebatir lo que "vimos con nuestros propios ojos".
Sin embargo, la foto también puede mentir; puede falsear los hechos con la misma facilidad que cualquier otro soporte pero con la diferencia de que, como afirma Sartori, "la fuerza de la veracidad inherente a la imagen hace la mentira más eficaz y, por lo tanto, más peligrosa".
Pero, ¿es saludable una sociedad donde cada vez más los temas importantes se diriman en este plano?
Seguramente, no. Imágenes como la de los alemanes recibiendo con flores a los inmigrantes o la de la oposición unida reclamando transparencia para las próximas elecciones, simulan un final feliz. Pero no deberían ser el final del relato.
Pueden tranquilizar nuestras conciencias con la misma facilidad con que otras imágenes nos indignaron un día antes. Pero a fin de cuentas, son sólo imágenes, recortes, fragmentos de algo mucho más complejo.
El peligro es distraernos en un debate estéril sobre el origen de la foto, su veracidad o la intención de quien la difunde. Tenemos que pasar de la discusión sobre las imágenes a la discusión sobre las ideas, a acuerdos y políticas para resolver la crisis migratoria y a propuestas para construir el país que todos queremos.
Si no, seguiremos mirando la película del otro lado de la pantalla y será pertinente que nos digan "no te peines, en esta foto no salís".