Madrid- Aunque desapercibidas por las circunstancias de una guerra que amenaza con convertirse en nuclear y global, en el mundo siguen pasando cosas. Sin ir más lejos, en Colombia, por primera vez en la historia, la centroizquierda surgida de uno de sus movimientos guerrilleros se quedó con la mayoría en el Congreso y partirá en la pole position el próximo 29 de mayo.
En su intento de liquidar todo en una primera vuelta, Gustavo Petro viene coqueteando con el expresidente César Gaviria y con otras familias de la rancia política colombiana para no correr riesgos.
Vicios de fábrica que ya se evidencian. Edemas de esa vieja política anquilosada en el inconsciente de una sociedad que se cansó de balas y de la corrupción y parece decidida a probar con aquellos que se sacrificaron en el monte, tal vez por la única guerra que puede guardar cierto sentido: la de las ideas. Una materia prima cada vez más escasa.
Pasan cosas, más allá de Ucrania y el salto hacia delante de Vladimir Putin. Gabriel Boric viene de abrir las alamedas de las que habló Salvador Allende, minutos antes de inmolarse el 11 de septiembre de 1973, y Luiz Inácio Lula da Silva recorre Brasil convencido de que pronto estará de vuelta. Hechos, sucesos en los que la guerra no nos permite detenernos.
Eso, en el vecindario. Tan lejos y tan cerca de los bombazos que hasta el presidenteAlberto Fernández se le ocurre hablar de "guerra" contra ese incordio que los argentinos tenemos como vecino, llamado inflación.
Arrancando un tiempo en el que se han violado tanto y tan sistemáticamente todos los derechos humanos que el primer magistrado debería cuidar un poco más los eufemismos y la forma de utilizarlos.
Hace tiempo ya que entre nosotros la palabra se ha desvalorizado casi al ritmo de la moneda. El problema del presidente es que parece usarla cual patacones, o como si en lugar de gobernar en tiempos turbulentos, estuviese jugando al estanciero.
Solo hay que darse una vueltita por el globo para ver cómo la guerra, diseñada por Occidente y articulada por Putin, tiene al mundo en vilo. La potencia en ascenso, China, viene haciendo gala de un equilibrio militar y diplomático para no cesar en su apoyo a Rusia, sin romper los puentes -principalmente comerciales- con Europa y Estados Unidos.
El mismo equilibrio que intenta India, tan compenetrada militarmente con Rusia y siempre atenta a que la sociedad China-Pakistán no altere el orden en sus fronteras. Precisamente, Islamabad observa cómo sus pretensiones de recibir asistencia energética de Moscú se desvanecen. Y lo que es peor, importa el 39 por ciento del trigo que consume de Ucrania, lo que obliga al gobierno del primer ministro, Imran Khan, a comenzar a conjugar todo eso en pretérito.
Los países árabes vociferaron a favor del retiro de las tropas rusas de Ucrania, pero para ellos esa guerra, por el momento, es un negocio. Los precios del petróleo siguen en aumento y si no fuera porque algunos se acordaron de la sangría a la que se somete a Yemen desde hace años, la guerra dejará sus réditos a los Emiratos y aledaños.
Irán vuelve a estar en la mira. No solo por ser proveedor ruso de uranio enriquecido, sino también porque el acuerdo nuclear que viene negociando con las potencias en Viena podría estancarse o volver a retroceder.
Una situación más que incómoda es en la que colocó la guerra a Israel, un país de relaciones estratégicas tanto con Moscú como con Kiev, pero siempre bajo el paraguas internacional de Estados Unidos. Israel cobija a más de 1,6 millones de ciudadanos nacidos en Rusia y en Ucrania. No en vano, el primer ministro, NeftalíBennet, se ha manifestado a favor de una negociación entre las partes y se ofreció como mediador.
Una preocupación semejante a la que tiene el gobierno turco, no solo por las pérdidas económicas (se estiman en 6.000 millones de dólares) en materia de turismo, sino por la situación geopolítica que podría afectar al país. De hecho, su presidente, Recep Tayyip Erdogan, fue tan crítico con la invasión como con la OTAN y los Estados Unidos por haber ilusionado a Ucrania con el ingreso a la alianza militar y luego dejarla en la más absoluta soledad.
Y es en todas las latitudes donde se vislumbra la crisis económica que sobrevendrá en los próximos meses como consecuencia del conflicto. Aumento de los precios de la energía y, por ende, de los alimentos, escasez y un reordenamiento a nivel global de consecuencias aún no descifrables.
Las imágenes de los bombardeos obstaculizan la mirada, incluso, de lo que pasa por aquí, más cerca de los ataques, de los rostros de dolor huyendo del infierno y del temor, cada vez más palpable de que Europa, ¡oh, la vetusta Europa! podría retroceder unos cuantos casilleros.
El aumento -casi diario, desde el pasado 24 de febrero-, de la gasolina, el gas y la electricidad, el incremento en los precios de los alimentos de forma constante, ya vislumbra una conflictividad social a la que nadie estaba muy acostumbrado por aquí. Transportistas en huelga, productores agropecuarios y pescadores organizándose para protestar por los costos de los insumos, aquí en España y en países vecinos o la inflación que ya es la mayor desde 1992, van dejándonos postales familiares que intentan advertirnos, de que un nuevo orden mundial se estaría gestando entre los escombros ucranianos.
Incluso hasta provocarnos esa "ilusión" para nosotros en tanto países periféricos y de crisis sostenibles en el tiempo, como si estuviésemos cada vez más cerca de ese gélido teatro de operaciones que desde hace varias semanas tiene en vilo al mundo.