Una conclusión central de las encuestas de opinión que circularon las últimas dos semanas provocó un sacudón potente en los despachos oficiales y se convirtió en eje rector de los análisis que surcaron el territorio opositor. Por primera vez, en dos años y medio de la gestión Cambiemos, la percepción social de un futuro igual o peor al ya complicado presente superó la opinión de quienes esgrimen expectativas optimistas sobre los tiempos por venir. Así, más que cualquier inquietud previsible sobre la persistencia en la caída de la imagen presidencial, en el escenario pareció aflorar un elemento aún más perturbador: la evidencia de un quiebre entre el discurso del optimismo desbordante en el que se empeña la Casa Rosada y la mezcla de incertidumbre y desencanto que se hace carne cada vez con mayor fuerza entre vastos sectores de la ciudadanía. La dialéctica del ‘estamos mal, pero vamos bien’ comenzó a crujir por todas partes y la opinión social dominante desconfía del renovado pedido de esfuerzo en el que todo se resume en pasar el segundo semestre. La paciencia resulta ser un activo cada vez más escaso.

El Gobierno transita la coyuntura apostando a los mismos recursos que en otro momento le reportaron sustanciales dividendos políticos, aunque en la intimidad reconoce los límites de su estrategia. Se consagra por entero al empeño de oponer a la sensación de frustración y desengaño creciente, el fantasma del miedo de un retorno al pasado que su gestión se propuso exorcizar. La tarea se complementa con el desafío de gestionar la agenda pública desde un debate fragmentado por la multiplicidad temática que rompa con el monopolio de la discusión que representa el ajuste.

A ese fin se enfocó la última semana su determinación de avanzar con la reestructuración del rol de las Fuerzas Armadas. Y aguarda que la dinámica legislativa de la disputa por la legalización del aborto insufle con su lógica el debate político durante los próximos diez días. En buena medida esa ingeniería le permitió contener las esquirlas de la polémica por los aportantes truchos a la última campaña bonaerense de Cambiemos. Rápida de reflejos, María Eugenia Vidal también hizo su parte para limitar los alcances del escándalo.

Pero aún está por verse si la estrategia oficial será tan efectiva para correr del centro de la escena el debate por la crisis económica y sus efectos sociales. Varias cuestiones podrían ponerlo en duda. Una de ellas se vincula de lleno con el impacto de los anuncios de los recortes de las asignaciones familiares, un ahorro de alrededor de $ 5000 millones que dejarán de percibir los trabajadores en relación de dependencia, y el aumento en las tarifas de colectivos y trenes, que si bien no reducirá los subsidios, servirá para congelarlos y sumará más de medio punto a la inflación en los próximos meses. El Gobierno hizo todos los esfuerzos posibles porque las medidas pasaran casi desapercibidas: eligió un viernes y con Mauricio Macri participando de la cumbre de los BRICS en Sudáfrica.

Sin embargo, parece difícil pensar que esas decisiones no tendrán réplicas en las calles ganadas por la movilización de las agrupaciones sociales y el sindicalismo de izquierda y kirchnerista, donde hace mella el renovado ímpetu combativo de Hugo Moyano. La masiva marcha que se preanuncia para el Día de San Cayetano está a la vuelta de la esquina.

Encima la determinación de rebajar las asignaciones también castigó los intereses de varias provincias justo en la previa de la semana que la Casa Rosada interpreta clave para su objetivo de consensuar los términos del recorte del déficit fiscal prometido al FMI. Apenas supieron de la medida, algunos gobernadores volvieron a meter el dedo en la llaga de los cortocircuitos que dividen aguas en la mesa chica de Cambiemos, entre el ala política que responde al tándem Vidal-Rodríguez Larreta y el territorio alambrado por el poder de Marcos Peña, cuyas acciones volvieron a estar en alza por imperio de la preferencia presidencial tras algunas semanas de ostracismo.

Soberbia y aislamiento son las palabras que más repiten cerca de los mandatarios del peronismo racional para describir el proceso de toma de decisiones que rodea a Macri. Muy similar a la idea de encierro que retratan a la par algunos gobernadores oficialistas.

El espacio del también llamado peronismo blanco, donde –además– conviven el senador Miguel Pichetto y el líder renovador Sergio Massa, enfrenta su propio tempo de desasosiego. La realidad les demanda un esfuerzo de equilibrio sumamente complejo: conjugar la necesidad de ofrecer algunos gestos de apoyo al Ejecutivo macrista con su afán por articular un proyecto político propio y construir un candidato con capacidad de enfrentar al Gobierno como expresión del descontento creciente.

El desafío mayúsculo para esa oposición que se autodefine moderada es evitar la trampa que le propone la supervivencia de la división política antagónica consagrada por la grieta entre Cambiemos y el kirchnerismo. Comprometerse demasiado con Macri sin atender el reclamo de representación de los sectores ganados por el pesimismo le ofrecería un enorme margen de acción a Cristina Kirchner, que aguarda agazapada y en silencio antes de jugar su próxima carta.