

El 27, 28 y 29 de junio se llevó a cabo en Escocia el congreso anual número 28 de la Asociación Internacional de Economía Feminista (IAFFE). Con el foco puesto en el cruce de los distintos tipos de desigualdad, académicos, académicas y activistas de todo el mundo debatieron cómo pensar una agenda macroeconómica feminista que pueda llevar adelante las políticas que desde hace décadas se reclaman. Aquí un repaso por todo lo avanzado y lo pendiente.
IAFFE es un conjunto de economistas feministas de todo el mundo que hace ya casi tres décadas se propuso disputarles el terreno a los economistas tradicionales. Muchas de las desigualdades de género, que hoy conocemos y son consignas en las marchas feministas, vienen de los aportes que ellas hicieron para destronar a una ciencia económica pensada por y para varones. La economía feminista visibiliza en particular las diferencias con las que mujeres, varones y otras identidades participan del trabajo del hogar, del mercado y de la riqueza; pero también cuestiona en general los objetivos con los que los programas económicos son planteados.
El encuentro de este año priorizó el estudio de la interseccionalidad, es decir, los distintos matices que la desigualdad de género toma según clase, religión, etnia, orientación sexual, etc. Por ejemplo, Nina Banks señalaba que cuando se mira con lupa la historia estadounidense se encuentra que el estereotipo de la mujer que se quedaba en la casa a cuidar sólo pudo ser cumplido por mujeres blancas y rara vez por la población afroamericana, en donde las mujeres fueron primero esclavas y luego mano de obra pobre. Así mismo, en la Europa actual, las brechas salariales de género son superadas ampliamente por las brechas salariales entre migrantes y locales, por lo que ser mujer migrante implica un doble riesgo.
Desde la misma perspectiva interseccional también se ven diferencias en la forma en que se lleva adelante el trabajo de cuidado dentro del hogar. Aunque en todo el mundo todavía son las mujeres las que se hacen mayoritariamente cargo de este trabajo, la forma en que lo hacen varía entre los países pobres y ricos. Mientras que en los países “en desarrollo las jornadas son más largas y centradas en tareas domésticas básicas, en los países desarrollados la tecnología y los servicios permiten enfocarse en un cuidado más intensivo de los hijos e hijas. Así mismo, en el congreso se señaló la falta de estadísticas oficiales que permitan ver cómo varía la división del trabajo en familias LGBTTQI. Por lo pronto, investigaciones incipientes muestran una mayor flexibilidad y diversidad de arreglos en estos casos que en el promedio de las familias heterosexuales.
En relación a las estadísticas, otro de los puntos debatidos en el encuentro fue la limitación que presentan las mediciones tradicionales de pobreza para poder estudiarla en términos de género. Desde las anticuadas necesidades calóricas que estos indicadores asumen según sexo, pasando por la noción de “jefe del hogar , hasta la imposibilidad de ver las dinámicas de distribución del ingreso puertas adentro. En un mundo donde la pobreza está feminizada, vale la pena pasarle la lupa violeta a esta construcción estadística.
A nivel macroeconómico, aunque cada vez son más los gobiernos que analizan sus presupuestos públicos con perspectiva de género, son muchos menos los que en función de ello toman decisiones y materializan recursos para cerrar las brechas. Si bien la economía feminista ha comprobado la contribución económica de las mujeres tanto en términos de trabajo (remunerado y no remunerado) como en su mayor participación en el pago de impuestos regresivos, la visión en las esferas de poder -todavía masculinizadas- sigue siendo la de ver a estos tópicos como gastos secundarios y suntuosos y no como una inversión en un engranaje central de nuestra organización económica.
Frente a este escenario, las economistas feministas están produciendo cada vez más datos acerca de los impactos macroeconómicos positivos que tiene la inversión en políticas de cuidado; ya sea la expansión de infraestructura pública, la remuneración a cuidadores o la formalización y mejora de las condiciones laborales en el área.
Varios estudios compartidos en el congreso demuestran que destinar gasto público al cuidado tiene un impacto más que positivo no sólo en la reducción de la desigualdad de género, sino también en la generación de empleo, en la recaudación impositiva, en la actividad económica, en la reducción de la pobreza de ingresos y en la pobreza temporal.
Pero más importante aún que todo ello, socializar el cuidado aparece como una medida urgente para asegurar la sostenibilidad de la vida. En un mundo donde los países considerados económicamente “desarrollados presentan las caídas más profundas en las tasas de natalidad y las poblaciones más envejecidas, se hace evidente que el costo de la reproducción social no puede seguir a cuestas exclusivamente del tiempo, de los ingresos y de las vidas de las mujeres.













