Haciendo un mapeo aproximativo, pienso que las mismas barreras que enfrentan las personas autistas en etapas anteriores de sus vidas, lastimosamente, impactarán de lleno y con toda su potencia en la tercera edad. Por eso decidí seguir indagando al respecto, y así fue que llegué a 1943, año en el que el psiquiatra Leo Kanner publica "Autistic disturbances of affective contact" (Trastornos autistas del contacto afectivo). Este artículo es pionero en describir al autismo y de él surge el primer registro diagnóstico: El caso de Donald Gray Triplett, nacido en 1933.
Sin embargo, este no fue el primer caso, tal como veremos en esta cita: "Ewa Sucharewa, la gran ignorada, fue una neuróloga rusa que en 1926 describió 8 varones con cuadros cognitivos conductuales totalmente compatibles con la clasificación del DSM IV de síndrome de Asperger, actual autismo nivel 1 (...) No está claro por qué la ignoraron, pero pensemos que en ese momento no era fácil ser mujer, judía y rusa, y probablemente ese sea argumento suficiente, algo totalmente repudiable" (pág. 29), cuentan Víctor Ruggieri y José Luis Cuesta Gómez, los compiladores de Autismo. Cómo intervenir, desde la infancia a la vida adulta, editado por Paidós.
Donald Gray Triplett, quien falleció el 15 de junio de 2023 a los 89 años, representa uno de los pocos casos públicos de adultos mayores autistas. A pesar de las barreras que tuvo que afrontar desde su infancia, no dejó de avanzar; logró estudiar en la universidad, trabajar y vivir rodeado del cariño y apoyo de su familia y comunidad en Forest, una ciudad de Mississippi, Estados Unidos. Aunque necesitó ayuda en algunas cosas, construyó una vida y se hizo de un lugar en el mundo. Lamentablemente, sabemos que no todos los autistas corren con esa misma suerte ni tienen esa esperanza de vida. ¿Qué sucede con los que no están en el reducido porcentaje del cual Gray Triplett formó parte? ¿Cuál es su destino? ¿Qué les espera cuando sus cuidadores ya no estén?
Si pensamos que desde aquella primera aproximación diagnóstica pasaron apenas 82 años -una cifra pequeña en términos históricos-, es comprensible que aún no existan demasiados registros de personas autistas adultas mayores. Este relato apenas comienza a escribirse, con más certezas hoy que proyecciones sobre su futuro. Además, a este vacío se le suma un componente de género:durante décadas, las mujeres autistas fueron invisibilizadas por criterios sesgados, y recién ahora comienzan a surgir tímidamente -y que para algunos de forma excesiva- diagnósticos tardíos. Estos casos podrían ser apenas la punta del iceberg. Lo más profundo, lo más revelador, tal vez se manifieste recién dentro de unos años, cuando estas generaciones lleguen a la adultez mayor. Allí veremos los frutos (o las deudas) de lo que hoy hagamos por ellas. Por eso, ahora es el momento de moverse, de actuar, de garantizarles una vejez con derechos, respeto e identidad.
Pensemos en una persona neurotípica al llegar a la adultez, ¿qué hace? Estudia, trabaja, aporta para su jubilación. ¿Y las personas autistas? Sabemos que el 80% están desocupadas, ¿cómo se supone que llegarán a la tercera edad? Son adultos mayores sin aportes, por lo tanto, sin jubilación; probablemente sin cobertura de salud ni vivienda propia, sin recursos para vivir dignamente. Dependen de otros, lo que los vuelve vulnerables a la violencia económica y los expone a una falta de autonomía que limita su libertad.
Probablemente no veo a los adultos mayores autistas porque no salen a la calle, permanecen confinados en alguna casa, en algún rincón de ciudades o pueblos, en el anonimato, sin independencia económica. Les negaron oportunidades cuando eran jóvenes, cuando podrían haber construido un futuro, porque probablemente nadie creyó en ellos. Y esto no es una exageración. Si los jubilados neurotípicos hoy están sufriendo, pensemos lo que podrían estar pasando nuestros adultos mayores, la gente de nuestra comunidad autista. No es algo nuevo, viene sucediendo desde hace muchísimos años.
Un estudio llevado a cabo en Finlandia, Risk for Premature Mortality and Intentional Self-harm in Autism Spectrum Disorders, publicado en el 2020 por la revista Journal of Autism and Developmental Disorders, revela que las personas autistas tienen un riesgo de muerte prematura hasta dos veces mayor que la población general. Otros especialistas mencionan una esperanza de vida promedio de unos 18 años menos. Entonces, pensándolo mejor, tal vez esto responda en parte a mi pregunta inicial: si las personas autistas tienen una esperanza de vida menor que la población general, muchos no llegarán. Junto con las barreras ya mencionadas, estos interrogantes nos llevan a replantear e insistir sobre la importancia de una atención integral y políticas inclusivas para los adultos mayores autistas, históricamente marginados, expulsados.
Hoy podemos reescribir la historia, pero sin ignorar a las personas como ocurrió con Ewa Sucharewa, mirando a quienes nos rodean, escuchándolos y ofreciéndoles oportunidades, valor y dignidad. Ojalá que quienes pueden impulsar los cambios que hacen falta, a través de políticas públicas, salgan a nuestro encuentro. Este es un llamado a dejar por una vez de predicar; hay que abrir puertas y salir a buscarlos. ¿Dónde están?
Para una persona autista, tener una vida digna no es cuestión de caridad, sino una necesidad profunda de ser reconocida, poder contribuir, ganar lo propio y existir con integridad. Es un derecho humano universal.