
Discutimos acaloradamente sobre la “reforma laboral”, pero ¿a quién protege realmente nuestra ley actual? Seamos claros: es un marco normativo diseñado para un grupo selecto de privilegiados. Hoy, el 50% de los argentinos trabaja en la informalidad, completamente fuera de su alcance.
Mientras medio país permanece desprotegido, 7 de cada 10 empleadores no logran encontrar el talento que necesitan. Esta cifra —que era del 50% antes de la pandemia— no deja de crecer a medida que surgen nuevas habilidades y demandas.
Este es el verdadero fracaso de nuestro sistema: no solo es excluyente, sino que genera un profundo desacople entre la oferta y la demanda laboral. ¿Por qué, si el diagnóstico es tan evidente, seguimos paralizados? Porque en la Argentina, “reforma laboral” se convirtió en una mala palabra.
Desde hace 35 años, la noción de reformar la ley quedó asociada en el imaginario social a la idea de “precarización”. Mientras el mundo avanzaba hacia modelos de flexiseguridad y trabajo decente, aquí elegimos el eufemismo y el silencio. Evitamos el debate de fondo por miedo a la palabra.
Un sistema basado en parches
Las consecuencias fueron desastrosas. En lugar de una mirada integral, acumulamos décadas de parches y leyes cosméticas plagadas de ambigüedades. Esos términos ambiguos restaron precisión normativa y elevaron la conflictividad a niveles insostenibles, fomentando la industria del juicio por sobre la del empleo.
Seguimos aferrados a un modelo que protege el contrato de trabajo como un fin en sí mismo. Pero vivimos en una era donde el bien más preciado es la empleabilidad: el conocimiento se vuelve obsoleto demasiado rápido. ¿De qué sirve “proteger” la duración de un contrato atado a una tarea que está desapareciendo?
La verdadera protección consiste en construir un sistema que permita a las personas mantenerse relevantes, capacitadas y empleables hasta el día de su jubilación.
Competitividad, claridad y capacitación
Una reforma moderna no implica “eliminar derechos”, sino construir competitividad. Supone eliminar las trabas burocráticas que hoy desalientan la contratación formal —especialmente en las pymes— y ofrecer seguridad jurídica mediante normas claras y precisas que reduzcan la litigiosidad.
Significa también reconocer y regular los nuevos modelos productivos y las nuevas formas de trabajo, en lugar de fingir que no existen.
Y, sobre todo, implica diseñar un sistema que promueva la capacitación continua y abra un puente para que esa mitad del país que hoy trabaja en la informalidad pueda, por fin, cruzar a la formalidad.
El debate real
El verdadero debate no es si debemos cambiar, sino cómo hacerlo para construir un mercado laboral más inclusivo, productivo y sostenible.
Necesitamos dejar de discutir sobre la palabra “reforma” y empezar a construir consensos sobre cómo proteger la empleabilidad de los argentinos. Esa es la única base posible para un país competitivo, con trabajo decente y oportunidades reales para la mayoría.
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