Suenan las alarmas de la reputación corporativa: un producto en mal estado intoxica a un grupo de consumidores, la policía allana las oficinas de la compañía, un derrame obliga a desalojar a los trabajadores de una planta industrial. La emergencia gana las redes sociales, escala a los grandes medios -o al revés- y empieza a horadar la imagen pública de la organización. Es un día difícil en la empresa: los consumidores colapsan los teléfonos de las radios denunciando enfermedades por el producto contaminado, los periodistas especulan en relación a los delitos que motivaron el allanamiento, familiares de los trabajadores quieren saber qué pasó. Estamos, técnicamente, ante una crisis, un acontecimiento grave más o menos extraordinario que afecta el desarrollo habitual del negocio y pone en riesgo un activo clave de cualquier firma, como lo es su reputación.

Desde ahora, el objetivo en la operación es volver a la normalidad en el menor tiempo posible y administrar la contingencia de modo que la imagen de la compañía no resulte dañada. Los dos trabajos debieran ser realizados por profesionales, expertos cada uno en su materia. Sin embargo, la responsabilidad de liderar todo el proceso debiera recaer sobre la dirección más alta de la organización. Las crisis tienen bajas probabilidades de ocurrencia, pero sus consecuencias pueden ser tan delicadas que requieren del involucramiento de los principales tomadores de decisiones.

Si la crisis se produjo es porque hay una barrera de contención que -si efectivamente existía- no funcionó. Porque todo plan que se precie de tal debe partir del mapeo de las hipótesis de crisis y, sobre todo, de su prevención. Salvo acontecimientos puntuales, las crisis suelen anunciarse mediante signos que, sin una mirada atenta, pueden pasar desapercibidos.

Aparte de poder mirar en perspectiva todas las áreas a su cargo, los máximos ejecutivos de las compañías tienen que ser receptivos a las señales que emitan sus mandos medios sobre riesgos crecientes y amenazas. En este sentido, las estructuras administrativas más grandes pueden entorpecer el flujo interno de la información tanto como, luego, la adopción de decisiones urgentes. Es aconsejable generar los mecanismos que contrarresten estos defectos burocráticos.

En esa línea, las advertencias previas a las crisis funcionan como hitos para la elaboración de un plan preventivo e integral; un plan que no evitará ni frenará de por sí la crisis, pero que probablemente deje sentados los protocolos de actuación que ayuden a morigerar sus consecuencias negativas. Sin previsión, lo que queda es correr detrás de los problemas. Un buen jefe de equipos, además, tendrá que ser capaz de tomar resoluciones bajo la presión de la emergencia. Y, a la vez, comunicar correctamente esas decisiones a una gran gama de públicos, que van desde sus propios empleados hasta los damnificados directos de la crisis, pasando por los lectores de medios tradicionales y por jóvenes que no hojean un diario ni de cerca.

Terminada la contingencia, será hora de evaluaciones. Lo más probable es que la empresa haya resistido mejor cuanto mejor haya estado preparada. Pero un alto directivo con visión realmente estratégica no se limita a cuantificar daños ni a conducir a su compañía de vuelta a la normalidad. Hará un aporte trascendente a su organización si la conduce a preguntarse qué cosas fueron las que fallaron y a establecer de qué modo van a evitarse esos errores en lo sucesivo.

La reputación tiene un aspecto horizontal evidente: está en manos de todos los integrantes de la organización. Es entonces desde la cabeza misma de la compañía que se debe crear esta conciencia. Previniendo todo lo que se pueda, administrando la crisis con efectividad y extrayendo las conclusiones que permitan mejorar las rutinas y ahorrarse nuevas crisis.