Desde hace casi dos meses, el Poder Ejecutivo tiene en sus manos el anteproyecto de reforma del Código Penal, elaborado por una comisión de penalistas de reconocido nivel académico y de saludable pluralidad política. La sola presentación de la iniciativa ante la Presidenta generó un revuelo inmenso; un debate bastante banal y en general desinformado acerca de cómo el proyecto vendría a favorecer el fenómeno de la inseguridad. Ese ruido le permitió al massismo reposicionar en la agenda la cuestión de la violencia urbana, mientras que el kirchnerismo optó por eludir la defensa de su propia iniciativa a riesgo de verse inmerso en un escenario incómodo; tanto, que es incierta la fecha en que el Gobierno vaya a llevar el tema al Congreso.
Más allá de esto, la propuesta presenta una novedad muy trascendente: la responsabilidad penal de las personas jurídicas; es decir, la posibilidad de que las empresas puedan incurrir en delitos penales y sufrir sanciones, como tradicionalmente sucedía solo con las personas físicas.
Esto vendría a encajar perfecto con el relato anticorporativo que ha estructurado el kirchnerismo. Sin embargo, el Anteproyecto recoge aquí una tendencia extendida desde el derecho anglosajón, en línea con la complejidad creciente de las relaciones económicas. En la Argentina misma, de un tiempo a esta parte se fueron introduciendo algunos tipos penales con sanciones específicas para personas jurídicas; por ejemplo, en el régimen Penal Cambiario, la ley de Abastecimiento o la Penal Tributaria, entre otras.
El proyecto de nuevo Código establece concretamente que corporaciones, compañías más grandes o más chicas, asociaciones o toda otra persona jurídica privada puede ser perseguida penalmente no sólo por conductas delictivas de sus órganos o representantes en su beneficio o interés, sino también por las conductas de cualquiera de sus integrantes que no hubieren sido desautorizadas por sus órganos o representantes, e incluso por las que, aun sin beneficiarlas ni ser de su interés, fueran permitidas por la falta de dirección o supervisión de aquellos.
El riesgo penal para las empresas se encuentra así en aumento; por lo tanto, se torna mayor también el riesgo reputacional. En efecto, esta tendencia es paralela al escrutinio cada vez más severo que sobre las mismas empresas vienen ejercitando distintos públicos en campos cada vez más variados: reguladores, sí, pero también organizaciones de la sociedad civil, medios de comunicación, activistas y la ciudadanía en general. Todos esos stakeholders, a veces críticos, hacen oír su voz en cuanto a la responsabilidad que las compañías tienen con sus empleados, los consumidores, la comunidad en la cual se insertan en materia social, ética, ambiental, de derechos humanos y con el apego a la ley en general.
Por estos motivos, las exigencias de transparencia y respeto a las normas son cada vez mayores. Estamos en la era de la reputación: ya no parece admisible que una compañía sea gestionada en beneficio exclusivo del mayor rédito económico y en desmedro de esos otros públicos de importancia creciente, ni de ciertos valores y responsabilidades que una organización moderna y responsable debe hacer prevalecer para garantizar un proyecto sustentable. La ley penal parece estar poniéndose a tono con la época.
Este mayor riesgo penal debiera tener su correlato, del lado de las empresas, en la implementación de mecanismos que aseguren que sus líderes y sus procesos operativos se ajusten a la ley. El buen gobierno corporativo se apoya, en este sentido, en programas que procuran prevenir la comisión de delitos a través del análisis de riesgos y la definición de políticas, reglas y procedimientos internos, el establecimiento de esquemas de incentivos y entre otras cosas la capacitación y comunicación constante de una cultura organizacional de respeto a la ley.