Los cacerolazos en la Ciudad de Buenos Aires y en casi todas las capitales provinciales del país coincide con el agotamiento de las variables que dieron vida al famoso modelo kirchnerista. Más allá de las motivaciones políticas, sociales y culturales que hicieron que decenas de miles de argentinos salieran a la calle, existen datos irrefutables que muestran la debilidad actual de la economía argentina.
Aunque nadie puede negar que durante la administración kirchnerista Argentina registró un crecimiento sostenido importante, no es menos cierto que el país no pudo o no supo desterrar los importantes bolsones de pobreza que siguen castigando a una porción importante de nuestra población. Hoy, alrededor del 30% de la población es pobre, y un poco más del 22% de los niños y adolescentes menores de 17 años viven en condiciones de pobreza estructural. A la falta de respuesta por parte del gobierno para atender esta problemática, se suman las altas tasas de inflación. Con una tasa acumulada del 475% desde 2003 y con un nivel anual que supera el 24% ningún Gobierno se puede considerar progresista. La inflación siempre castiga a los asalariados, jubilados y a los sectores más vulnerables: es el impuesto más distorsivo.
Como el Gobierno no se hace cargo de la inflación, la vía más fácil es prescindir de las estadísticas, por ejemplo alterando los números de la canasta básica de alimentos, que le permite ocultar a la cantidad de argentinos que mes a mes no llegan a cubrir sus necesidades básicas, en lugar de ello debería mostrar los datos de la realidad y atacar el flagelo de la inflación. Indudablemente aunque la AUH tendió a ser un paliativo, los aumentos de precios siempre terminan erosionando los ajustes que puedan hacerse en su valor, en una carrera que siempre pierden los que menos tienen.
El período kirchnerista tampoco se destacó por generar las condiciones para diversificar nuestra matriz productiva. Más allá de la propaganda oficialista, lo que ocurrió es que se consolidó la estructura vigente, y en el caso específico del sector industrial, en lugar de aumentar su participación en el PBI, cedió algunos puntos con relación a los guarismos vigentes en la década de 1990. Esta situación se termina reflejando en la composición de nuestras exportaciones, que siguen siendo muy dependientes de las ventas de los commodities agrícolas.
Por su parte los fundamentals del denominado modelo tampoco están presentes hoy, y aunque el resultado fiscal de los últimos años se pudo ocultar a costa de disminuir el patrimonio del Banco Central y de la ANSES, este año aun computando ambos recursos extraordinarios, habría por primera vez déficit primario y el déficit financiero alcanzará por lo menos el 3% del PBI.
En el plano externo, el superávit comercial se pudo mantener solo a costa de aplicar un fuerte cerrojo a las importaciones, que terminaron afectando a sectores industriales que utilizan insumos importados para su producción local, entre ellos las PyMEs, que fueron las más perjudicadas. Estas medidas indiscriminadas también afectaron la importación de bienes imprescindibles, como medicamentos e insumos hospitalarios.
Por último el pilar del tipo de cambio competitivo con los actuales niveles de inflación es insostenible aun en lo discursivo. Y para evitar que la población pudiera resguardar sus ahorros en divisas comenzaron a aplicarse una serie de medidas cada vez más restrictivas, que promovieron en la práctica la existencia de tipos de cambio múltiples.
Desde hace mucho tiempo que a la Argentina le falta un modelo económico que le permita recuperar la senda de crecimiento sustentable, no en base a distorsiones y restricciones, sino generando las condiciones que permitan incentivar la dinámica de las inversiones que son necesarias para sostener el crecimiento y crear empleo genuino. El principal desafío que hay que enfrentar es la inflación, no sólo porque genera grandes niveles de incertidumbre que terminan influyendo sobre las decisiones de inversión y consumo, sino también porque impacta sobre los sectores más vulnerables de nuestra sociedad. Pero claro, descalificar a quienes protestan siempre es más fácil que resolver problemas.