

La Ley de Medios, a tres años de sancionada, no termina de resolver los debates que abrió en el espacio público-mediático. Tres aspectos deben ser analizados: es promesa incumplida, es cruzada del gobierno y una máscara política que oculta la real estrategia comunicacional del cristinismo.
El recorrido entre la antigua ley de radiodifusión y la sanción de la actual fue complicado y sinuoso como las idas y venidas de algunos de sus protagonistas. Y si de libertad y diversidad se trata, poco hay para celebrar.
La relación de los gobiernos con los medios de prensa no es sencilla. En nuestro país, el trato de la información reprodujo las cambiantes situaciones de poder con los grupos de presión. Reflejó dificultades en épocas de libertades recortadas, y también cambios económicos y políticos. La ley de radiodifusión de 1980, tenía un sesgo antimonopólico para evitar la concentración de un frente mediático. Las modificaciones del menemismo fueron parte del proceso de privatización y concentración, leyes de Reforma del Estado y de Emergencia Económica mediante. Se eliminaron restricciones, que dejaban en pocas manos la propiedad de los medios. Se permitió que una sola persona tuviera hasta 24 licencias en vez de 4, junto con inversiones extranjeras.
Néstor Kirchner, en 2005, extendió por 10 años las licencias de radio y televisión, y en 2007, firmó la fusión de Cablevisión y Multicanal. Buscó el apoyo de los grupos concentrados para equilibrar la escasez de apoyo electoral. Al modelo neoliberal sumó la connivencia oportunista.
Luego de la crisis del campo, Cristina Fernández envió nuevo proyecto. De 21 premisas interesantes sobresalen: el pluralismo informativo, la participación ciudadana y el espíritu federal. Se intuía el enfrentamiento con los holdings mediáticos, sobre todo, los conformados y engrosados por Kirchner.
La ley fue más declamada que cumplida. Y no por el cuestionamiento de dos de sus artículos. El propio gobierno evitó cumplir exigencias claves, lo cual muestra su poco apego a las partes más complejas de la ley y la pretensión de ocultar otras intenciones. La Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual -LSCA- incumplió por la distancia entre el discurso del Gobierno y sus acciones. La LSCA se convirtió en una cruzada contra el periodismo independiente de los recursos del Estado. El Gobierno reacciona destempladamente ante la puesta en duda del Grupo Clarín de la validez del artículo 161. Y mientras se desvela por imponerle el cumplimiento del artículo que obliga a desprenderse de licencias, deja pasar a otros monopolios, como el que acaba de comprar Cristóbal López, doblemente imposibilitado por ser prestador de servicios públicos y por la cantidad de licencias.
La LSCA enmascara al Gobierno cuando premia medios amigos, a los cuales no hostiga ni controla y les habilita generosa pauta oficial. Basta que cubran la realidad como la ve el Poder. La estrategia comunicacional del Gobierno requiere medios adictos, escasez y confusión de datos. La práctica cesarista del Estado que, constituye de por sí, la negación de la ciudadanía, recorta el derecho a informarse.
Más allá de estas condiciones, que la limitan y rebajan, a la ley le faltó alcance. Porque no es ni tan moderna como se la pretendió -al dejar toda la cuestión de la convergencia tecnológica sin legislar-ni promovió la pluralidad de voces o la participación ciudadana. El libre acceso a la información es materia pendiente.
En la larga sesión en la que se aprobó la intervención de Papel Prensa y la Ley Antiterrorista, en diciembre de 2011, advertí que ante semejantes demostraciones de fuerza, el Gobierno iba a asegurar múltiples canales, pero para un mismo y monocorde mensaje. Hoy, esa advertencia está a punto de ser realidad. La ley de medios se ha convertido en la excusa para avanzar sobre la disidencia y la libertad genuina de entender, ver, escribir y opinar sobre la realidad.










