En un contexto en el que el agotamiento de la liquidez post-crisis amenaza con convertir a la falta de financiamiento en una restricción al crecimiento, un esquema de este tipo que proteja contribuiría a la recuperación plena del sistema financiero.
La recuperación del crédito bancario presenta un sesgo cortoplacista. Como ilustra la figura adjunta, el dinamismo del crédito al consumo, el descuento de documentos y los adelantos contrastan con el letargo del resto de la cartera de los bancos.
La falta de demanda de grandes firmas (reflejo a su vez de la falta de grandes proyectos de inversión) explica en parte este sesgo, pero es sólo la mitad de la historia: no es razonable suponer que no hay demanda de crédito en un país que hace cuatro años crece a tasas históricamente altas.
La ausencia de operaciones largas se debe fundamentalmente a la falta de un precio que equilibre la oferta y la demanda de fondos en un contexto de volátil (y, por ende, impredecible) tasa de inflación. A la falta de un esquema de política monetaria que permita estimar la evolución de los precios en los próximos cinco o diez años (y calibrar con un error razonable una tasa en pesos consistente con este pronóstico) hay que agregarle la desconfianza natural del argentino, fruto de una psicología marcada por traumáticos episodios inflacionarios.
A esto se le suma el problema de riesgo moral del Gobierno, un efecto secundario negativo de la bienvenida reducción del descalce de moneda. Es que la desdolarización de la deuda, combinada con la dolarización del ingreso fiscal (vía retenciones y una mayor apertura nominal fruto de la devaluación) ha dejado al Gobierno ‘largo en IPC’: la dupla inflación-depreciación incrementa los ingresos fiscales, sin afectar proporcionalmente los gastos presupuestados nominalmente bajo supuestos por lo general conservadores.
En teoría, nada más sencillo que resolver este problema: la indexación al CER elimina la incidencia de sorpresas inflacionarias. En la práctica, sin embargo, la cosa parece no ser tan simple: sólo el 4,4% de los depósitos están indexados al CER, y la proporción es aún menor para los préstamos. Así, una tasa nominal a largo plazo ineficientemente alta convive con una indexación sin tomadores.
Nuevamente, las razones de la impopularidad de la indexación tienen raíces históricas: el temor a aceleraciones inflacionarias que suelen estar asociadas con una caída en los ingresos reales, y (del lado de los depositantes) la costumbre de reescribir los contratos cada vez que se enfrenta una situación extrema. Cualquier solución parcial al problema de la intermediación de largo plazo deberá abordar alguno de los obstáculos mencionados. En particular, un seguro contra la inflación a cargo del Tesoro permitiría atenuar dos de estos obstáculos simultáneamente.
Consideremos el siguiente ejemplo. El tomador de un crédito de largo plazo denominado en CER paga una tasa real fija siempre y cuando la tasa de inflación no exceda un tope determinado a la hora de obtener el crédito. Dicho tope es fijado en función de las metas de inflación (explícitas o indicativas) consensuadas entre el BCRA y el Gobierno -por ejemplo, un 2% por encima del techo de la banda. En caso de que el CER supere este tope, los gastos de capital e intereses que surjan de la diferencia entre éstos corren por cuenta de un fondo de garantía fondeado por el Tesoro nacional.
Este esquema sencillo ofrece al menos dos ventajas. La primera es que elimina el riesgo de ‘inflación confiscatoria’, sin reducir la incertidumbre nominal ‘normal’. El aporte del seguro es positivo sólo en presencia de sorpresas inflacionarias -y en este caso difícilmente pueda interpretarse como un subsidio, en la medida en que dichas sorpresas se definan como imprecisiones o desvíos en la implementación de la política monetaria.
La segunda ventaja es que reduce la posición en CER del Gobierno y, con esto, sus incentivos para inflar la economía. El seguro opera como un pasivo contingente del Tesoro que se activa al acelerarse la inflación, reduciendo los beneficios fiscales de dicha aceleración. De este modo, el seguro ayuda a internalizar el costo de la inflación y favorece la búsqueda de fuentes genuinas de ingreso fiscal.
Estas no son las únicas virtudes de un seguro de este tipo. El fondo de garantía puede especializarse a fin de favorecer el direccionamiento del crédito a sujetos con acceso más limitado. Por ejemplo, un seguro aplicado a la compra de vivienda única hasta un monto predeterminado atenuaría la regresividad del boom inmobiliario que ha derramado los mayores costos de la vivienda de alto valor sobre sectores que no cuentan con financiamiento para hacerles frente. Asimismo, el seguro contribuiría a blanquear la garantía implícita de los créditos hipotecarios, incorporándola de manera explícita en el presupuesto. Finalmente, al proteger al deudor contra picos de inflación, el seguro reduciría el riesgo de crédito y homogeneizaría los préstamos, facilitando su titularización.