

Robert Kiyosaki, uno de los escritores más taquilleros de los Estados Unidos, en su libro Padre Rico, Padre Pobre define riqueza en términos cronológicos: es rico aquel que puede sobrevivir un tiempo determinado sin trabajar. Según este razonamiento, alguien que dispone de un gran capital pero que consume mucho en relación a ese patrimonio, no puede dejar de trabajar. Contrariamente, aquel que posee un capital más modesto puede sobrevivir más tiempo moderando su consumo.
El concepto de Kiyosaki permite comprender por qué los países centrales practican onerosas políticas de subsidio al desarrollo de determinados sectores productivos. Ese gasto en apariencia superfluo les asegura independencia de otras economías que alternativamente podrían abastecerlos. De esa manera también, obstaculizan el proceso de desarrollo de potenciales competidores en más actividades en el futuro. Son fundamentales para esta política la protección y los subsidios a sectores como el agro, la metalurgia y ciertas industrias como, por ejemplo, la textil, debido a que son actividades históricamente pioneras en el desarrollo de las economías y, por lo tanto, están más afectadas por la competencia de los países emergentes.
Nuestra economía ha demostrado en repetidas oportunidades su capacidad para sortear las crisis recurrentes, consecuencia del malgasto de la riqueza acumulada en tiempo de bonanza. Es esta rápida acción pendular la que ha dado lugar al despilfarro constante de sus recursos fundado en la creencia de una rápida recuperación. Este hecho se puso de relieve y se agravó en gran medida, sobre todo, durante la década de ’90.
Nuestros economistas, constantemente traen a colación el caso de Chile, nación a la que consideran más abierta. Se olvidan de que el país trasandino tiene una estructura social y territorial diferente a la de la Argentina. Por un lado, no posee tanta clase media y, por el otro, tiene un territorio pobre de recursos naturales, razón por la cual se ven obligados a comerciar con otras economías, para poder abastecerse de productos básicos. Semejante política sólo puede ser solventada mediante el aporte gubernamental proveniente de las minas de cobre, y de una racional distribución de las inversiones.
Al igual que el hijo del potentado que malgasta su patrimonio, la Argentina debe encauzarse amortiguando sus esquizofrénicos ciclos económicos de subas y bajas, aprovechando las etapas más prósperas para expandir y modernizar su estructura productiva y evitando la importación masiva de productos superfluos que se destinan al consumo y que no generan riquezas posteriores, como sí se podría alcanzar a través de una importación sesgada hacia los bienes de capital y la transferencia de tecnología. Los funcionarios del Gobierno están trabajando en defensa de los intereses de quienes vivimos y trabajamos en nuestro país. Lamentablemente, todavía se alzan voces que – movidas por intereses oportunistas de corto plazo, con desconocimiento, y hasta con malicia–, señalan limitaciones en la capacidad productiva de la nación. En lugar de construir políticas de desarrollo estratégico que promuevan las inversiones y consecuentemente la generación de puestos de trabajo, impulsan la importación masiva e indiscriminada. De esa manera, intentan desmotivar a quienes deseamos generar riquezas y facilitan el juego de aquellas naciones que geopolíticamente pretenden tomar el control de la región.











