

Las características del proceso que culminó con la destitución de Aníbal Ibarra como Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, impulsó la necesidad de analizar las bondades y debilidades de este mecanismo institucional destinado a remover autoridades, denominado juicio político.
A través de la Constitución Nacional dictada en 1853, las entonces trece provincias argentinas (sin contar a Buenos Aires), crearon órganos de gobierno a nivel nacional, delegando un cúmulo de atribuciones, reservándose otras para sí, entre las cuales están la de designar sus propias autoridades, regirse por ellas y establecer sus propios mecanismos de destitución. En definitiva crearon un régimen de gobierno federal, aunque con un federalismo un poco más acotado que el existente en los EE.UU.
La reforma constitucional del año 1994 también asignó autonomía a la Ciudad de Buenos Aires, y aunque a diferencia de las provincias esa autonomía es regulable por el Congreso de la Nación, también se le delegó a la Ciudad la facultad de dictar un Estatuto que organice sus instituciones, en el cuál se establecieron las causales y el procedimiento de destitución de sus propios gobernantes (Jefe de Gobierno, Vicejefe, Ministros, integrantes del Consejo de la Magistratura, jueces locales, etc), proceso que también se denomina juicio político.
Significa que existe un juicio político contemplado en la Constitución Nacional, que lleva a cabo el Congreso Central para destituir autoridades nacionales, y a su vez cada provincia, y la Ciudad de Buenos Aires, tienen su propios mecanismos de remoción de las propias.
La imparcialidad del proceso
Sin embargo, a pesar de existir diferentes procedimientos de destitución de gobernantes, según la provincia de que se trate, todos ellos tienen algo en común: no son procesos judiciales, sus protagonistas forman parte de la corporación política, y por lo tanto las lealtades partidarias tiñen una condición básica de todo juzgador, cual es la imparcialidad.
Es cierto que una destitución generada por un juicio político es institucionalmente inobjetable, y de ninguna manera puede decirse que esa destitución vulnera la voluntad popular (porque en definitiva las normas que crean ese procedimiento también son el producto de la voluntad del pueblo expresada a través de sus representantes), pero también lo es que quienes juzgan no suelen estar entrenados en la difícil tarea de investigar, recoger y analizar pruebas, y además la pasión política los aleja de la tranquilidad intelectual y espiritual que todo juzgador necesita.
Basta leer la Constitución Nacional o las provinciales, y hasta el Estatuto de la Ciudad de Buenos Aires, para darse cuenta que, en general, las causales por las cuales se somete a juicio político a un funcionario son las mismas: mal desempeño y comisión de delitos. ¿Tienen los legisladores que pertenecen a partidos políticos de oposición, o inclusive al oficialismo, la suficiente objetividad como para evaluar el mal desempeño de una autoridad de signo contrario o de sus propias filas respectivamente?, ¿están preparados técnicamente para decidir si el sometido a juicio político ha cometido algún delito?.
Todas estas son cuestiones para analizar, sin desmerecer a los legisladores, cuya función diaria es muy diferente a la que esporádicamente ejercen durante un juicio político. Entiendo y reconozco que esas cuestiones no son fáciles de resolver, porque si bien por un lado es indispensable que existan mecanismos que permitan remover a funcionarios incompetentes, aún cuando hayan sido previamente elegidos por el pueblo, por otro lado, si sólo los jueces pudieran decidir la destitución de un funcionario, también ellos serían susceptibles de ser influenciados por la clase política, lo que de hecho suele ocurrir con gobiernos de diferentes signos.
El Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Aníbal Ibarra, fue sometido a juicio político y separado de su cargo; pero la inusualidad de la decisión pone en el banquillo de acusados al mismo juicio político, cuya efectividad, como mecanismo de remoción de gobernantes, también es dudosa.
De cualquier modo, es preferible analizar y discutir las bondades o debilidades de mecanismos institucionales, que como el juicio político son propios de un Estado de Derecho, que sufrir las arbitrariedades típicas de quienes detentan el poder sin límite temporal ni normativo alguno. Lo primero es siempre bueno para la democracia, lo segundo, sabemos que no lo ha sido.










