Es posible que las variables más ubicuas en estudios macroeconómicos empíricos sean las comúnmente denominadas ‘institucionales’. En la literatura económica la (baja) calidad institucional explica desde la volatilidad real y nominal de los países en desarrollo, la escasa intermediación financiera, el riesgo país y la dolarización financiera, hasta las diferencias históricas de crecimiento entre Argentina y Australia.

¿De qué hablamos cuando hablamos de instituciones? Difícil precisarlo. Seguridad jurídica, transparencia y criminalidad conviven con autonomía del banco central, diversidad lingüística, o número de trámites para crear una empresa, en el variopinto grupo de variables que, individualmente o en promedios ponderados, se utilizan para valorar el contexto institucional.

La misma naturaleza cualitativa del término contagia a las variables comúnmente usadas como proxies, que, a contramano de su expresión numérica, se originan esencialmente en opiniones más o menos informadas. Así, el clima de negocios, la seguridad jurídica y el grado de transparencia se miden esencialmente en base a encuestas a residentes (en muchos casos, restringiendo la muestra a ejecutivos de empresas) o surge directamente de la cabeza de un experto que cubre 10 países desde una oficina de Nueva York o Londres.

El hecho de que el valor informativo de estas evaluaciones subjetivas sea cuestionable es sólo parte del problema. La otra parte es, en última instancia, más determinante: el sesgo del opinador, como es de esperar, no es aleatorio, y de hecho puede ser crítico a la hora de generar los resultados por los que estas variables han ganado popularidad.

Aclaremos con un ejemplo. ¿Cuál habría sido la percepción de la seguridad jurídica o la transparencia en Argentina en el período 2001-2002? ¿Sorprende que la crisis de 2001 se asocie a un deterioro de la ‘calidad institucional’? Del mismo modo, no es casual que el clima de negocios se comporte de manera procíclica, reflejando el estado de ánimo de empresarios felices en la bonanza, o angustiados ante el ajuste.

Esta suerte de correlación espuria no se limita a la evolución de los indicadores en el tiempo. En países en desarrollo, es difícil identificar si el déficit de seguridad jurídica y física, o la incertidumbre política percibidas por los encuestados son causa o consecuencia de los altos niveles de marginalidad y conflicto social, lo que dificulta enormemente la interpretación de una correlación entre, por ejemplo, calidad institucional y crecimiento promedios. ¿Son los países más pobres por tener instituciones pobres, o viceversa?

La complejidad del tema no termina allí. Por el contrario, aun cuando las encuestas midieran consistentemente lo que pretenden medir, el problema de causalidad persistiría. Las instituciones son, al final del día, hijas de la coyuntura (o, en términos apenas más técnicos, endógenas). Así, un gobierno paga su deuda hasta que ésta compromete su solvencia, mantiene un compromiso cambiario hasta que se queda sin reservas, y garantiza la libre circulación hasta que una manifestación masiva amenaza con convertirse en masacre. Esto es, respeta las reglas hasta que los limites que la razonabilidad o las condiciones objetivas le imponen.

El concepto de que puede ser óptimo a posteriori violar una regla que fue óptima al momento de su creación (o, en términos apenas más técnicos, el problema de inconsistencia temporal) ha sido largamente estudiado por lo economistas. (Por eso, sorprende a veces muchos analistas que, fascinados con la letra de los contratos, se olvidan de que toda institución es modificable cuando se hace insosteniblemente costosa, e incluso atribuyen a este comportamiento pragmático la crisis que lo origina.)

El mejor ejemplo de la endogeneidad de las instituciones sigue siendo el modélico caso de la ‘pesificación’ norteamericana tras el abandono del patrón otro, rápidamente suscripta por la Corte Suprema. Más cerca de casa, lo que esto nos dice es que es de esperar que los países en desarrollo en donde las condiciones objetivas son más cambiantes y menos benignas exhiban con más frecuencia episodios de pragmatismo institucional. De nuevo, entonces, la causalidad entre instituciones y crecimiento es puesta en duda.

Para zanjar este dilema, el saber convencional ha optado, como suele hacerlo, por el camino de menor resistencia: ha asumido que las instituciones preceden y determinan el desempeño económico. Sin embargo, un análisis más clínico de casos recientes tan disímiles como el de China e India o la poscrisis argentina no aporta demasiado a la hora de fundamentar el papel de las instituciones -aunque es probable que los indicadores no tarden en reflejar el renovado optimismo de los encuestados.

¿Significa esto que las instituciones son irrelevantes? Desde luego que no. Pero la visión de las instituciones como precondición del crecimiento son el resultado de una agenda plagada de problemas metodológicos y expresiones de deseo. En definitiva, es más probable que sea el crecimiento la precondición para la construcción institucional, y que ésta contribuya a consolidar el desarrollo económico una vez que la aceleración inicial pierde impulso.

(Lo que me llevaría, de tener espacio, al contexto argentino.)