Durante décadas, el consenso económico ha sido que la política fiscal y la monetaria deben estar en gran medida separadas. Los gobiernos deben prestar servicios públicos, fomentar una distribución aceptable de los recursos y garantizar la sostenibilidad de sus finanzas públicas. Los bancos centrales deben fijar las tasas para mantener la estabilidad de precios. El principio de separación entre política fiscal y monetaria siempre ha tenido una excepción importante, por supuesto, que se desencadena en una grave recesión económica. Cuando las tasas de interés caen tanto que la política monetaria se vuelve ineficaz, los bancos centrales necesitan el poder del estímulo fiscal para evitar una depresión. La crisis financiera mundial de 2008-09 y la crisis del Covid demostraron que no se trataba de meras posibilidades teóricas. Ese pensamiento parece muy pasado de moda. Ahora que las tasas de interés en la mayoría de las economías avanzadas han subido hacia niveles normales, los llamamientos para que los gobiernos actúen de forma concertada con los bancos centrales son más fuertes que nunca. En los últimos tres meses, el FMI, la OCDE y el Banco de Pagos Internacionales (BPI) han pedido a los países que suban los impuestos o limiten el gasto público para frenar la demanda y reducir las presiones inflacionarias, ayudando así a la política monetaria a hacer su trabajo. La lógica económica es convincente. La política fiscal puede ser poderosa y rápida a la hora de reducir la demanda para hacer frente a la menor capacidad de oferta provocada por la pandemia y la crisis energética. Impuestos más altos permiten a los gobiernos repartir más ampliamente la carga de las subas de las tasas de interés, en lugar de ver cómo los más endeudados pagan el precio más alto. Implicar a los gobiernos en la estabilidad de precios es, por tanto, más eficaz y más justo. El BPI señaló una ventaja adicional de una política fiscal más estricta y una política monetaria más flexible: el escenario actual, dijo, está poniendo a prueba los límites de "la regiónde la estabilidad", con tasas de interés altas que hacen mucho más probable una crisis financiera. Las turbulencias del año pasado en los fondos de pensiones británicos y las de este año en los bancos estadounidenses y suizos son una advertencia de lo que podría ocurrir si los gobiernos no ponen manos a la obra. Los gobiernos deberían ayudar a sus bancos centrales endeudándose menos en un momento de alta presión inflacionaria. Pero, como reconoció el FMI recientemente, no es tan sencillo. En un importante documento presentado en el foro anual del Banco Central Europeo (BCE), el personal del Fondo presentó pruebas de que los subsidios energéticos aplicados en toda Europa el año pasado parecen haber reducido las tasas máximas de inflación general y mantenido las futuras subas de precios más cerca del objetivo del 2% del BCE. Los resultados de la investigación contradecían directamente los propios consejos del FMI. Tras haber estudiado la experiencia de los subsidios a la energía, el Fondo considera ahora que su efecto directo en la reducción de la inflación general y en el alivio de la espiral de precios y salarios en Europa es superior al estímulo fiscal que supone la limitación de los precios de la nafta, el gas y la electricidad. Pierre-Olivier Gourinchas, economista jefe del FMI, dejó claro que se trataba de un resultado específico causado por la laxitud de los mercados laborales de la eurozona, y no de la conversión del FMI a los beneficios de los controles de precios o los subsidios. Vivimos en una nueva era mucho más desordenada. Está claro que los gobiernos tienen un papel que desempeñar en la gestión de la inflación: en una recesión, esto significa estímulo; cuando la inflación es alta, significa impuestos más altos o austeridad, y muy ocasionalmente subsidios que distorsionan los precios. En última instancia, los bancos centrales siguen controlando la inflación con la política monetaria, pero la idea de que los gobiernos pueden lavarse las manos ya pasó su fecha de vencimiento.