Podría haber sido mucho peor. Cuando Donald Trump llegó a la Casa Blanca, lo hizo gracias a la banal retórica sobre lo espantosos que son los acuerdos comerciales. Tuvo una especial animosidad contra el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta) sellado con México y Canadá, al cual llamó "el peor acuerdo comercial que quizás se haya firmado" y prometió destruirlo o cambiarlo radicalmente.
Casi dos años después, el Nafta no sufrió ninguno de esos dos destinos. El domingo a la noche Estados Unidos y Canadá acordaron revisar el tratado, que ahora lleva el nombre de Acuerdo Estados Unidos-México-Canadá. Definitivamente el acuerdo es en términos generales la peor de esas revisiones. El Congreso estadounidense, que debe aprobarlo, debería tratar de mejorarlo o al menos no debilitarlo más. Pero gracias mayormente al decisivo esfuerzo de Canadá de mantener el pacto vivo y funcional, se evitó un serio daño.
Desde sus inicios en 1994, el Nafta generó una mayormente inmerecida desaprobación por supuestamente vaciar la producción industrial en Estados Unidos. Si bien al acuerdo definitivamente no brindó todos los beneficios que se habían prometido, en el mercado automotor facilitó la creación de eficientes cadenas de abastecimiento entre los tres países.
Esas cadenas de suministro se vieron amenazadas por una de las principales exigencias de Washington, un intento de trasladar más producción a Estados Unidos independientemente del costo que ello signifique en cuanto a la eficiencia y la competitividad.
Finalmente, los cambios de las llamadas "reglas de origen" que rigen el uso de contenido importado dificultarán pero probablemente no dañen en gran medida las operaciones de las automotrices en los tres países.
Asimismo, Canadá logró retener un preciado proceso de resolución de disputas que usó numerosas veces en el pasado y con buenos resultados para evitar el excesivo uso de aranceles antidumping y antisubsidios por parte de Estados Unidos, en particular contra sus exportaciones de madera.
Se evitó un mayor daño cuando Ottawa se opuso con éxito a la idea de Washington de que el pacto entero debía caducar a menos que fuera renovado cada cinco años. Eso habría creado una gran incertidumbre entre las empresas y tendría a los funcionarios en modo negociación de manera más o menos permanente.
En cambio, el USMCA tendrá una duración de 16 años renovable cada seis años. Eso no es bueno, pero no es catastrófico. Algunas partes del acuerdo son realmente positivas. Canadá permitió un poco más de acceso a su tan regulado mercado de productos lácteos. Pero en general, fue un ejercicio de limitación del daño.
El mérito de eso es de Canadá. Pese a haber sido abandonado por su pares mexicanos, que no cumplieron con la promesa de negociar sólo de manera trilateral y otorgaron concesiones bilaterales a Washington, la administración de Justin Trudeau obtuvo un amplio apoyo interno para asumir una postura inflexible y luego negoció con dureza sus propias prioridades.
El resto del mundo debería tomar nota. Es posible conseguir un acuerdo comercial razonable incluso del irascible y excéntrico Trump, o al menos de Robert Lighthizer, el representante comercial estadounidense.
Es esencial contar con un sólido respaldo político y tener prioridades claras. La solidaridad con otros países afectados también es importante. Canadá habría podido moderar aún más las cláusulas que rigen el área automotriz si hubiera coordinado con México.
Independientemente de su total guerra comercial con China, que muestra pocas señales de ceder, Trump también está impulsando a la UE y a Japón a cerrar acuerdos bilaterales. Bruselas en particular podría haber exigido que EE.UU. levante de aranceles al aluminio y acero que le fijó a sus exportaciones antes de comenzar a hablar. Al menos, la UE y Japón deberían darse cuenta que mantener la calma y resistir a las fanfarronadas puede dar sus frutos.
