Vamos a decirlo así. La famocracia es un virus que hace tiempo contagió al poder. En la Argentina y en todo el resto del planeta. Sin famocracia no habría sido gobernador de California el austríaco Arnold Schwarzenegger ni habría sido presidente Ronald Reagan. La fama del espectáculo o del deporte se han transformado en un pasaporte exprés para ingresar a la política pero convengamos en que, desde la consolidación mediática de los reality shows, convertirse en un famoso requiere menos trabajo gracias a la masividad gratuita que ofrecen las redes sociales de internet.


Si bien nunca pudo concretar sus promesas de salariazo y de vuelos espaciales a través de la estratósfera, Carlos Menem sí pudo instaurar la moda de la famocracia en el país. Lo hizo a través de las candidaturas de Carlos Reutemann y Ramón Bautista Ortega. El santafesino había sido subcampeón de Fórmula Uno y el tucumano simbolizó el ascenso social de quien pasó de changuito cañero a rey de la canción popular. Lole y Palito fueron gobernadores y senadores, y a los dos les pasó bastante cerca el barco de la presidencia. Tuvieron momentos muy buenos y otros amargos pero los dos atravesaron los laberintos resbaladizos de la batalla por el poder sin grandes magulladuras.


Después vinieron otros, pero a Lole y a Palito nadie les saca el título de socios fundadores de la famocracia. País generoso, la Argentina siguió aportandole famosos a la política. Los hubo en todos los partidos y en todas las corrientes ideológicas. La última revelación del movimiento fue sin dudas otro santafesino, el Midachi Miguel Del Sel, quien en el 2011 estuvo a punto de derrotar al socialismo gobernante en la provincia de la mano de Mauricio Macri y al que las encuestas le auguran todavía buenas chances para las elecciones legislativas de octubre. Inexperto pero rápido para aprender; desenfadado y conocedor de la calle como pocos, Del Sel se convirtió poco a poco en el mejor representante del macrismo en el interior del país.


Con el PRO consolidado en territorio porteño pero escuálido políticamente en el resto del país, se ve que a Macri lo enamoró la idea de repetir el fenómeno Del Sel en otros parajes del país adolescente. Coquetearon con el futbolista Martín Palermo; en El Cronista WE es otro boquense, el pampeano Carlos Mac Allister, quien anuncia que va a participar de la política en su provincia. Lo convencieron al árbitro retirado Héctor Balda-ssi para que se arriesgue como candidato a legislador en su Córdoba natal y hoy llegarán los macristas para bendecirlo como postulante al bahiense Leandro Ginóbili, quien inaugura una subcategoría de la famocracia: la de hermano de famoso, ya que la estrella es Emanuel, el basquetbolista argentino que brilla como ningún otro en la NBA estadounidense.


Claro que la cantidad conspira siempre contra la calidad. Es lo que comprobó ayer Macri cuando trascendieron los detalles de un sondeo a la actriz y vedette Rocío Marengo para que se sume a la épica de twitter encolumnada bajo el hashtag @mauricio2015


Convertida en celebrity de los paneles televisivos de chismes y oriunda de Villarino, un pueblo cercano a Bahía Blanca, Marengo fue mencionada como una posibilidad interesante por Juan Pablo Baylac, aquel radical de la Alianza hoy cercano al PRO que también proviene de la zona. Un par de tweets de la rubia bastaron para que la red estallara y el macrismo saliera asustado a bajarle el pulgar a la candidata mediática.


Es cierto que hay famosos más famosos que Marengo y famosos que acreditan un capital artístico o deportivo que los hace lucir más atractivos para el mercado electoral. Pero también es cierto que los pobres resultados de gestión obtenidos por los dirigentes políticos profesionales en 30 años de democracia le han abierto las puertas del poder a tantas otras profesiones para que transformen el laboratorio del fracaso en que se ha convertido la Argentina en muchos aspectos de la realidad.


Famosos de buena vibración con la gente; candidaturas testimoniales de dirigentes que después no ocupan el cargo para que el que son elegidos; cambios oportunos de domicilio. Todo vale en la política si se trata de conseguir el respaldo popular que luego resulta tan difícil convertir en resultados concretos que mejoren al menos un poco la calidad de vida.