La política está en crisis en el mundo desarrollado. La disrupción de Donald Trump, la sorpresa del Brexit, la proliferación de gobiernos de minorías (en complejas coaliciones) como los de Merkel, Rajoy o May; el gobierno populista italiano y la sorpresa de Pedro Sánchez en España lo confirman.

¿Por qué las democracias consolidadas de Occidente han ingresado en tal atolladero? ¿Por qué ya no aparecen aquellos líderes históricos como Churchill, Reagan o Adenauer?

Pues porque quizá ya no existen las condiciones para que ello ocurra.

Dice J. M. Peiró que el liderazgo tiene tres condicionantes: el líder con su personalidad, percepciones y recursos; los seguidores del líder con sus preferencias y requerimientos; y el contexto situacional. Y al parecer es este contexto lo que ha cambiado sustancialmente.

El austríaco G. Jellinek supo decir que el liderazgo es obediencia transformada (primero se logra legitimidad y luego se la utiliza para la conducción de acontecimientos). El mundo de hace unas décadas tenía notables desafíos políticos (la lucha contra el nazismo y contra el comunismo o la instauración de regímenes que respetaran libertades) pero hoy los desafíos trascienden la política (la evolución tecnológica modifica el trabajo; la capacidad de desplazarse ha alentado a más migrantes; la globalización económica mueve recursos productivos sin dificultades) y este mundo está fuera de la influencia del viejo liderazgo político.

Según la revista Time, entre las personas más influyentes del mundo están el director de cine Guillermo del Toro, el chef José Andrés, el patinador Adam Rippon y el empresario Jeff Bezos; además de Jennifer López, Rihanna y Oprah Winfrey; y el más influyente del mundo es el tenista Roger Federer (podríamos incluir también a Mark Zuckerberg, Elon Musk, Jack Ma; Steve Jobs, Bono, el Papa Francisco o Bill Gates). Ellos no solamente son admirados, sino que sus acciones afectan a muchos, como antes lo hizo la política.

Es altamente probable, pues, que ya no tendremos liderazgos como antaño. No podemos usar herramientas viejas para resolver problemas nuevos.

Según enseñaba la ciencia política, el Estado es una organización en la que se ejerce el poder sobre un territorio. Los territorios, que eran casi inexpugnables hace poco, hoy son altamente permeables; y el poder, que era una fuerza efectiva, ha perdido capacidades. En términos de Fukuyama (que cree que hay rasgos de la política informal que prevalecen sobre las instituciones) el poder de los estados hoy puede tener fuerza (tomar decisiones) pero poco alcance (abarcar menos materias).

German Bidart Campos aseveraba hace años que el poder del Estado era fuerza para tomar decisiones y hacerlas efectivas; y que era el centro de gravedad de la política. Hoy podemos decir que los principales fenómenos de interés de la población trascienden el ámbito del poder público y que, como profesó Julián Marías, hay cada vez mayores porciones de la vida que quedan fuera de la política.

Si la tecnología de la información es supranacional, las empresas se mudan tras competitividades sistémicas deslocalizadas, las migraciones prevalecen sobre el territorio, el conocimiento no tiene sede y la vieja idea del Estado (la política y el poder que pretendían encauzar flujos sociales) ha quedado insuficiente; luego es una consecuencia razonable que ya no existan aquellos líderes que hoy se extrañan.

La verticalidad en las relaciones humanas ha desaparecido en las empresas, en las familias, en los sistemas educativos, en la comunicación pública, y ahora le llegó el tiempo a la política. Hasta la igualdad de géneros conspira contra el liderazgo superiorista. No puede haber grandes ejercedores de lo que ya no existe.

La pregunta, ahora, es si habrá reemplazo a aquellas figuras o la nueva sociedad abierta, horizontal, cambiante, encontrará a través de mecanismos espontáneos nuevos instrumentos para la solución de los problemas sociales.

Aun no lo sabemos.