Acabamos de cruzar el umbral de los 35 años de democracia y procuramos, todavía, estar a la altura de nuestro preámbulo: "asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en nuestro suelo". Vivimos -o intentamos vivir- en un Estado de Derecho en el que la fuerza pública debería ser monopolio del Estado y de su fuerza policial. La libertad de circulación por el territorio argentino se armoniza, supuestamente, con el derecho y la obligación de la policía de detener e interrumpir la libertad de los ciudadanos en ocasiones ilícitas.
Solo en un caso excepcional nuestro derecho estipula que un particular como cualquiera de nosotros pueda detener a otro ciudadano. El artículo 287 del Código Procesal Penal prevé que los ciudadanos comunes puedan privar de su libertad a sus iguales en el caso de que sea descubierto en situación de delito flagrante. ¿Esto es cualquier delito? No, únicamente los más graves, los delitos "de acción pública que merezcan pena privativa de la libertad".
Esto permite que si un ciudadano ve a otro cometiendo una violación, intenta matar a otro o está colocando una bomba por ejemplo, pueda evitar que el delito sea consumado reteniendo por la fuerza al delincuente hasta que llegue la Policía.
Ahora bien, en el caso de delitos menores, o contravenciones (orinar en la calle, por ejemplo) o faltas (estacionar en un lugar prohibido), ningún ciudadano puede privar a otro de su libertad. Y si lo hace, el que incurre en un delito penal grave (el de privación ilegítima de la libertad) es el aprendiz de héroe.
Por todo esto, es grave lo que ocurre en la Ciudad de Buenos Aires con los conductores de aplicaciones como Uber: los taxistas los "detienen" y los arrastran, privados de su libertad (sea con violencia física o amenazas verbales), a los retenes policiales o a las comisarías. En un Estado de Derecho, la policía debiera detener los taxistas por el delito flagrante de privación ilegítima de la libertad. Pero en el mundo del revés que tan a menudo es nuestra patria, se deja libre y se felicita al secuestrador y se levanta un acta al conductor, a pesar de que la mismísima Corte Suprema de la Nación ya declaró que esa actividad no es delito.
En la apoteosis del absurdo, los taxistas festejan la consumación de su delito, se filman con sus teléfonos como si fueran justicieros y comparten el video, orgullosos, en las redes sociales. Los taxistas no son abogados ni funcionarios policiales por lo que probablemente supongan que lo que hacen es legal, confundidos por un gobierno porteño que desoye a la Corte Suprema y sigue repitiendo que el servicio de aplicaciones como Uber es ilegal. Esto es totalmente falso.
Cabe preguntarse por qué la policía y los funcionarios de la Ciudad de Buenos Aires, que, a pesar de que todo esto es de público conocimiento, continúan tapando sus ojos ante la flagrante comisión de estos graves delitos cometidos por los taxistas. Cada "caza-uber" es un criminal y la falta de accionar policial ante estos criminales hace incurrir a los miembros del gobierno, sean fuerzas policiales o burócratas, en incumplimiento de los deberes del funcionario público.
Hay una gran paradoja encerrada en esta situación: como vimos, el Código Penal permite a un civil privar de su libertad a quien encuentra en flagrante delito de acción pública que merezca prisión. La privación ilegítima de la libertad que cometen los taxistas encaja en esta definición. Lo que significa que un conductor de una app como Uber, aplicando la ley, podría detener a los taxistas que ilegítimamente lo detuvieron a él, y entregarlos a la policía. Ya es momento de poner a la Argentina patas para abajo. Hay que empezar por algún lado, un buen lugar es evitando que las mafias se impongan por sobre las leyes.