

La pax cambiaria puede consolidarse en los próximos meses despertando la ilusión de un punto de inflexión a partir del cual construir una macro más ordenada. Es un avance, pero no hay elementos de fondo para pensar en un horizonte despejado.
El ministro de Economía aseguró que el dólar va a subir 25% este año, poniéndole número a un clásico de los años electorales: utilizar el tipo de cambio como un ancla de la inflación. Pero a diferencia de otros momentos, está todo dado para que se genere un veranito del peso.
La ecuación es favorable porque se prevé una buena cosecha que aportaría dólares frescos y recursos para el fisco, que limitan la necesidad de financiamiento vía emisión monetaria. En igual sentido operaría la necesidad de liquidar dólares en el exterior para el pago del impuesto a las grandes fortunas; más dólares para el mercado y más pesos de recaudación para el fisco. En resumen, la pax cambiaria es factible en la primera mitad del año.
Jugar la carta del atraso cambiario es previsible para un Gobierno que necesita mostrarse proactivo con una inflación que se ubica en el entorno de 4% y con alimentos subiendo al 5%.
Los acuerdos de precios, la tensión con el campo y las denuncias a empresas por desabastecimiento son tácticas estériles para generar soluciones estructurales. Completan el cuadro: frenar los ajustes de las tarifas de los servicios públicos, otro componente de elevada irritación para la clase media.
Si bien es cierto que la inflación puede desacelerarse por el efecto de estas anclas, a nadie escapa que los desequilibrios tienen sus costos. Un dólar oficial que se retrasa es una fuente de presión constante vía importaciones y un castigo a los sectores exportadores que ya padecen la brecha. Atrasar las tarifas implica menos inversiones por parte de las empresas y/o una cuenta creciente de subsidios a cubrir por el Tesoro.
Es por ello que el Gobierno tiene que capitalizar esta ventana de oportunidad para comenzar a balizar la ruta de salida, construyendo credibilidad a partir de soluciones más estructurales.
El acuerdo con el FMI evidentemente no puede ser visto como una solución a los problemas argentinos, de la misma forma que el canje de deuda pública realizado el año pasado evidentemente no sirvió para despejar las dudas sobre el futuro.
Luego de un primer año de marchas y contramarchas es necesario explicitar la estrategia que permitirá alcanzar el crecimiento sostenido. La herencia del 2020 es una economía mucho más pequeña, con destrucción de valor, ahorros y stocks en el marco de un sector privado muy golpeado y expectativas deprimidas. Un mundo de tasas bajas es un punto de partida constructivo para volver a seducir al capital.
El problema de fondo es que la Argentina todavía no puede explicar cómo va a generar los dólares necesarios para cumplir con los compromisos no sólo del sector público sino también del sector privado.
El cepo para el pago de las deudas corporativas que terminó generando la refinanciación casi compulsiva de los créditos derivó en un virtual cierre del acceso a dólares frescos para el financiamiento de nuevas inversiones.
Nadie va a prestar si no tiene certeza que la empresa que se endeuda podrá volver a comprar los dólares para el repago de sus obligaciones. Esta fuente de incertidumbre parece incluso irracional cuando se trata de compañías que exportan liquidando sus ventas al tipo de cambio oficial.
Es por ello que este tipo de restricciones son las primeras que deberían ser eliminadas en un contexto como el que se avecina. De hecho, el propio Gobierno debería liderar seriamente un proceso que permita ubicar el costo de endeudamiento argentino en un dígito.
Si bien es cierto que no busca nuevas colocaciones de deuda, los niveles de inversión no van a despegar si la Argentina mantiene bloqueados los puentes con la comunidad financiera internacional.
Sin confianza y acceso a divisas, más temprano que tarde cualquier ciclo de expansión se encontrará con una pared que es la restricción externa. En otros términos, el crecimiento demanda dólares bajo la forma de inversión, insumos o servicios extranjeros.
Vivir con lo nuestro ha mostrado ser una estrategia que termina ahogando la economía, generando saltos del dólar que sólo derivan en un PBI cada vez más pequeño; incapaz de emplear a toda la población activa, sostener el peso del sector público y cumplir con los compromisos externos.
Poner en valor Vaca Muerta para que se transforme en una verdadera plataforma de exportación, aprovechar el potencial de la minería, las energías renovables, capitalizar el talento de los recursos humanos argentinos, desarrollar aún mas el agro o incluso generar una revaluación de los activos inmobiliarios tiene un denominador común que es la necesidad de que ingresen capitales.
De igual forma, ningún proceso de baja sostenida de la inflación en economías emergentes se logró sin asistencia externa o, en otros términos, apreciación sostenida y administrada del tipo de cambio. Los aumentos salariales pueden ayudar a estimular la demanda pero eventualmente se encontrarán con la restricción de oferta bajo la forma de una nueva aceleración inflacionaria o, ante la presión oficial, faltantes de productos.
La discrecionalidad fiscal, una política monetaria carente de reglas que se materializa en tasas de interés incompatibles con las expectativas de inflación y una hoja de ruta de compromisos externos incierta no ayudan al momento de priorizar a la Argentina como destino de la inversión.
Es por eso que el Gobierno tiene que aprovechar la pax cambiaria transitoria para despejar dudas. El acuerdo con el FMI no es condición suficiente aunque si necesaria para generar cierta contención en las expectativas.
No estamos en la economía lavagnista en la que los dólares sobraban y el superávit fiscal generaba el orden necesario para demorar los acuerdos externos, ni en la economía morenista en la que el stock de reservas internacionales inicial aportaba cierto margen de maniobra.
Más allá de la liturgia electoral, el equipo económico tiene que avanzar decididamente en la construcción de un plan con GPS que moldee y ordene las expectativas privadas. Invertir en la reconstrucción argentina no puede ser un salto de fe.













