Bajó la cabeza, puso las manos sobre las rodillas y se quedó un largo rato mirando al césped del Maracaná. Allí no estaba Celia para apoyarlo en este, su segundo momento deportivo más difícil. Como cuando aquella enfermedad amenazó en su infancia con privar al mundo del fútbol del mejor exponente del siglo XXI. Ese zurdo chiquito, veloz y talentoso que cuando sacudió al planeta con su aparición descollante una década atrás, fue llamado a ser el esperado sucesor de Diego Maradona que llevara a la Selección Argentina a lo más alto, después de 28 años de espera.
Pero ayer no fue Maradona. Fue Lionel Messi. El crack del Barcelona que más balones de oro ganó en la historia (4). El que tiene el récord Guiness de más goles anotados en una temporada (91). El que, también en una misma temporada, perforó las redes de todos los equipos de la liga española en partidos consecutivos. El multicampeón de la Champions League, que tiene el récord de convertir goles en la mayor cantidad de ciudades europeas (19). El que le quitó de las manos a Alejandro Sabella el título del Mundial de Clubes, con un gol de pechito en el alargue que doblegó a Estudiantes de La Plata en 2009. Y el que ayer no pudo doblegar al gigante Manuel Neuer, el mejor arquero del Mundial.
Fue Lio, el que más tantos convirtió vistiendo una camiseta de la Selección Argentina en todas las categorías (58). El que salió campeón mundial juvenil en 2005, con premio al mejor jugador y botín de oro incluido. El que consiguió la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Pekín, seis años atrás. El que sin palabras estridentes ni un carisma que lo potencie, supo ganarse al hincha argentino con su juego y debió cargar con la mochila de la Copa añorada. La que vio escaparse en 2006, cuando José Pekerman lo dejó en el banco ante Alemania. La que padeció en 2010, cuando fue barrido por el mismo rival, mientras el que miraba impotente desde el banco era el propio Maradona. La que ayer tuvo al alcance de la mano ante la poderosa selección alemana, la que le hizo 7 a Brasil. Pero Mario Götze decidió en el segundo tiempo suplementario que esta vez tampoco sería su momento.
Fue La Pulga, como le dicen sus rivales, el que despierta las sonrisas y admiración de los chicos que lo esperan en fila, cada vez que hay que entrar a un campo de juego. Y cómo no hacerlo cuando ven en carne y hueso al personaje de la figuritas, de los videojuegos, de la gaseosa, de las papafritas... El mejor jugador que han visto en sus vidas. El que en la cancha y fuera de ella atrae la atención de todos sus rivales, quienes como niños se apuran en sacarse fotos y pedirle la camiseta, inclusive antes de que salga a la cancha. El elegido como mejor jugador de la Copa, aunque en los últimos dos partidos no haya aparecido en la dimensión que el Mundo, pero fundamentalmente la Argentina, lo esperaba.
Fue el extraterrestre, como le dicen sus rivales, el que se multiplica por miles en afiches, publicidades y todo tipo de productos que llevan su imagen por el mundo entero. El que respira euros y se puede comprar hasta un Porsche de u$s 74.000 por día, solo con el sueldo que recibe del Barcelona. El que por problemas de cuentas, fue condenado a pagar más de 35 millones de euros al fisco español. El que creó su propia fundación para asistir a niños en situación en riesgo, especialmente aquellos que padecen deficiencia de la hormona de crecimiento, la enfermedad que le diagnosticaron allá por 1998, cuando apenas con 11 años descollaba en las inferiores de Newells. El que donó el año pasado 600.000 dólares para renovar la unidad de oncología del Hospital de Niños Víctor Vilela de su Rosario natal, y costear un viaje de formación en Barcelona para los doctores de ese nosocomio. El embajador de la Unicef. El que siempre está cuando se trata de tener una acción de caridad.
Fue el capitán de la Selección, que llevó a ganar las eliminatorias sudamericanas y a superar la primera ronda del Mundial, sin actuaciones descollantes, pero anotando goles en los tres partidos. Con una jugada en la que desparramó rivales para marcar el segundo tanto argentino en el debut 2-1 ante Bosnia. Con un delicioso zurdazo sobre la hora que rompió la inesperada paridad en el 1-0 ante Irán. De arremetida primero y con delicioso tiro libre después para dar volumen a la victoria 3-2 ante Nigeria. Fue Lio quien le dio la asistencia a Di María para superar a la férrea defensa Suiza en octavos de final. El que escondió bajo la suela la pelota cada vez que los belgas buscaban, con infructuosa desesperación, remontar el gol de Gonzalo Higuaín que sirvió para sortear los cuartos de final. El que con pasmosa tranquilidad anotó el primer penal de la definición en semifinales ante Holanda, cuando los nervios jugaban más que nunca. El que le ordenó a Sabella cambiar el esquema en el primer partido y poner a Sergio Agüero en la semifinal. El que cada vez que recibe la pelota enciende la ilusión de los argentinos. Como Maradona hace más de dos décadas. Pero no fue Diego y nunca lo será. Ayer fue solo Messi, un finalista más de la Copa al que la FIFA le dio elBalón de Oro. Un rey sin corona.