Hay una pregunta que atraviesa la historia económica de América Latina, desde la hiperinflación de los años ochenta hasta el presente argentino: ¿qué le sucede a una cultura empresaria cuando sobrevive durante años en una macroeconomía enferma? La respuesta, incómoda pero necesaria, es que sobrevivir no es gratis. Deja cicatrices. La persistencia de modelos económicos basados en inflación crónica, controles de precios y capitales, economías cerradas, subsidios cruzados, tasas negativas y mercados paralelos, no solo distorsiona la asignación de recursos, sino que distorsiona la mentalidad de quienes conducen empresas. El empresario que en otra parte del mundo se preocupa por innovar, exportar y ganar eficiencia, en contextos como el argentino de años recientes -al igual que en el Brasil pre-Plan Real o en la Europa del Este comunista- aprende otro oficio, que es especular con el futuro, resistir cambios y negociar cuotas de mercado. En síntesis, se convierte en un "gerente de la supervivencia". Durante los últimos veinte años, la economía argentina volvió a ese patrón. Dado que la última etapa del gobierno anterior se asemejó a los años ochenta en más de un sentido - inflación desatada, tipo de cambio múltiple, controles absurdos, default y desaparición de la inversión extranjera - la racionalidad empresarial mutó. Se priorizó la gestión financiera sobre la productiva. Se buscaron rentas en la brecha cambiaria. Se planificó a horas vista. Las decisiones dejaron de responder a mercados y pasaron a depender de regulaciones caprichosas. El empresario argentino, como el brasileño de los fatídicos años ochenta, aprendió a leer el Boletín Oficial con más atención que los informes de mercado. Esta cultura empresarial, adaptada a la crisis, no es mala por naturaleza, pero sí es disfuncional para una economía que intenta ordenarse. Esto lo explica muy bien Gustavo Franco, uno de los arquitectos del Plan Real en Brasil: "La inflación deseduca. Convierte a todos en jugadores defensivos, en especuladores por necesidad". En sus memorias "Cartas a um Jovem Economista" sobre la estabilización brasileña, Franco describe cómo durante más de una década el verdadero negocio no era fabricar, sino ganar con la inflación: "Había empresas con pérdidas operativas y ganancias financieras". Cuando el Plan Real estabilizó la economía brasileña, eliminó la inflación como refugio, abrió el comercio, fortaleció la moneda y ordenó las cuentas. Pero eso no garantizó una reconversión instantánea del empresariado. La cultura del proteccionismo y la especulación no desaparece por decreto. Se arrastra, se resiste e intenta reciclarse. Lo mismo ocurrió en Europa del Este tras la caída del Muro de Berlín, donde muchos empresarios locales no supieron competir sin la red estatal. Como revela Jeffrey D. Sachs en su libro "The Transition in Eastern Europe", los empresarios forjados bajo el socialismo real, habituados a negociar cuotas de producción y obtener beneficios por su cercanía al partido, se vieron desorientados al ingresar a una economía de mercado. En países como Polonia, Hungría o Rumania, las reformas estructurales expusieron la fragilidad de muchas empresas estatales que no pudieron sobrevivir sin subsidios ni protección. No obstante, a pesar de procesos de privatizaciones rápidas, el cambio cultural del empresariado fue más lento. En muchos casos, los nuevos propietarios replicaron viejas prácticas de la era soviética, pero en un marco de capitalismo de amigos. En Argentina, la historia es bastante similar. La Convertibilidad trajo estabilidad, pero también expuso la desnudez de muchas estructuras industriales que, durante años, no habían invertido en productividad. La apertura evidenció que las ventajas competitivas construidas sobre subsidios y mercados cautivos eran frágiles. Y buena parte del empresariado, en vez de reconvertirse, añoró el pasado y boicoteó el futuro. Hoy, frente a un nuevo intento de orden macroeconómico y reformas promercado, la pregunta es si esa cultura social empresaria puede, finalmente, reconvertirse, o si de lo contrario propuestas como la ley anti-Shein van a prosperar. Porque siempre es importante recalcar que el rol del empresario, en última instancia, es siempre buscar maximizar sus ganancias dentro del marco vigente. Este no actúa de mala fe al proteger su participación oligopólica adquirida o su renta extraordinaria, sino que simplemente responde a los incentivos del mercado. Tal como dijo Edmar Bacha, uno de los padres del Plan Real en Brasil, "el empresario no es culpable de sobrevivir como puede en un entorno enfermo, pero sí es responsable de cambiar cuando el mercado se ordena y las reformas llegan como una marea. Resistirse es natural, pero quedarse en el pasado equivale a autoexcluirse de la nueva etapa". La Argentina tiene hoy una oportunidad histórica. El nuevo contexto internacional postpandemia le ofrece la posibilidad de integrarse al mundo apostando a sus ventajas comparativas con la energía, minería, agroindustria y talento humano. La historia económica no se repite, pero rima. La Argentina no está condenada a reciclar los fracasos de los 80 y 90. Pero para evitarlo, necesita que su empresariado deje de sobrevivir... y empiece a liderar esta transformación.