La Argentina no está forzada a elegir entre lo urgente y lo importante. Esa dicotomía es falsa, porque lo verdaderamente relevante es que todos los objetivos sean congruentes, coherentes. Eso significa que tengan una relación lógica, ya que muchos dependen de que ese encadenamiento esté a la vista y sea aceptado por la sociedad que tiene que convalidarlo, más allá del momento en que se concreten.
La introducción tiene que ver con la presentación que el Gobierno hará hoy del Consejo Económico y Social. Se trata de una institución que abreva en el espíritu del peronismo original (fue instaurado por decreto-ley en 1946), en el que el desarrollo económico era entendido como el fruto de la planificación y la concertación.
El valor potencial del Consejo como un ente que habilitaba el diálogo multisectorial perduró por años y alcanzó otro nivel cuando en 1977 se consagró el Pacto de la Moncloa, el acuerdo social que sacó a España de la oscuridad del franquismo y la puso en el camino de la modernidad. El radicalismo recogió ese guante cuando fue gobierno: después de embestir sin éxito contra los gremios, Raúl Alfonsín dio a luz el suyo pero con una denominación más ecuménica: Conferencia Económica y Social.
A diferencia de lo sucedido en España, los intentos argentinos más recientes tuvieron escasos resultados, porque apuntaron demasiado al mediano y largo plazo, sin que hubiera consensos previos sobre qué hacer en el corto.
En la campaña electoral, Alberto Fernández le puso muchas fichas al CES, ya que en su diseño tenía que funcionar como un órgano que albergara a las distintas vertientes del Frente de Todos (aliados incluidos), y que su composición le permitiera mostrar que el rumbo de la política económica no iba a ser una copia del modelo ejecutado por Cristina Kirchner.
Pero fue Roberto Lavagna quien marcó la falta de coherencia entre algunas decisiones oficiales y las metas que el ex ministro de Economía y el Presidente se habían propuesto cuando Fernández mentaba su nombre para conducirlo.
El Consejo Económico y Social, más allá de ser un ámbito de promoción del diálogo, no tiene que revisar las reglas de funcionamiento de la economía. Cuestiones básicas como el rol del Estado (que puede subsidiar pero no debería expropiar, como pasó con Vicentin) o el equilibrio fiscal, tienen que ser parte de consensos previos para que puedan estar plasmadas de antemano.
Su creación es una buena señal, sin duda. Pero el Presidente no debe pretender que ocupe el espacio de definiciones esenciales que siguen en danza. Si lo aprovechan, puede ser una buena oportunidad para mostrar todas las cartas y dejar en claro quién las mezcla y quién las reparte. Esta mano la arranca Alberto.