Hay algo silencioso, casi imperceptible, que está moldeando cómo las nuevas generaciones hablan —o no hablan— de su bienestar: la cultura del cringe. Ese miedo permanente a quedar en ridículo, a ser objeto de burla, a aparecer un segundo “fuera de lugar” en un mundo que registra todo. No es menor.
El cringe se volvió una brújula emocional que define qué se puede decir y qué no, qué se muestra y qué se esconde, qué es digno y qué es vergonzante.
Por miedo a parecer ingenuos, torpes, muchas personas dejan de preguntar, dejan de pedir ayuda y dejan de admitir que no saben. El costo es alto, perdemos la oportunidad de aprender justamente aquello que más necesitamos para vivir mejor.
El cerebro interpreta el ridículo como amenaza social y reacciona como si estuviera en peligro. En ese estado, pedir explicaciones, admitir dudas o mostrarse vulnerable se vuelve casi imposible. Si una persona no puede tolerar el rol de aprendiz, queda atrapada en la ilusión de que ya debería saberlo todo. El resultado es una generación hiperexpuesta, pero, paradójicamente, llena de silencios.
El cringe funciona como una especie de superyó digital que vigila y castiga cualquier signo de falta. El ideal del yo moderno exige perfección performativa, un yo sin fallas, sin titubeos, sin preguntas.
Cuando la falta se reprime, vuelve transformada en ansiedad, evitación y culpa. El silencio para no quedar expuesto solo agranda aquello que se intenta esconder.
La cultura del cringe nos está empujando a una paradoja peligrosa: cuanto más miedo tenemos a quedar expuestos, más quedamos expuestos a errores que podrían evitarse.
La vergüenza inhibe la educación financiera, obstaculiza el bienestar emocional y profundiza la confusión sobre la propia vida económica.
En el mundo del dinero, este fenómeno explota. Preguntar qué es una UVA, cómo funciona una billetera digital o admitir que no se entiende un crédito parece un riesgo reputacional.
Nadie quiere ocupar el lugar de “la persona que no sabe”, entonces pasa algo peor: se deja de pensar. Se siguen consejos sin analizarlos, sobre todo cuando vienen de influencers financieros que hablan con una seguridad que hipnotiza.
Como no queremos quedar en ridículo preguntando “¿esto tiene sentido?”, aceptamos esas recetas como verdades absolutas. Lo mismo ocurre con las apuestas: la lógica de “todos ganan” es tan seductora que cuesta admitir la propia duda, y por miedo al papelón no se pregunta, no se revisa, no se chequea.
Por eso necesitamos habilitar algo radicalmente simple: volver a ser principiantes. Recuperar el derecho a no saber. A decir “no entendí”, “explicámelo de nuevo”, “tengo miedo”, “me equivoqué”.
Hablar del bienestar —físico, emocional o financiero— exige vulnerabilidad, y la vulnerabilidad siempre tiene algo de torpeza. Pero también tiene algo profundamente humano: nos acerca, enseña y ordena.