La elección de Tucumán debe ser un punto de inflexión. La Argentina no puede tener, a esta altura de la historia, elecciones sospechadas de fraudulentas. Ningún candidato puede proclamar un triunfo con el 11% de los votos. Ya no se puede permitir que el escrutinio se detenga, sin explicaciones, cuando recién se contó el 81% de los sufragios. Y las imágenes de urnas quemadas, violencia contra los fiscales y gendarmes heridos tienen que ser desterradas de una democracia moderna que se presume tolerante.

La Presidenta y su gobierno deberían ser los primeros en ofrecer garantías para que los mecanismos del fraude no encuentren cobijo en un sistema electoral antiguo e ineficaz. La reforma política del kirchnerismo introdujo el progreso de las primarias obligatorias pero quedó a mitad de camino y no exploró las vías de la boleta única o la boleta electrónica que simplificaron las elecciones en Santa Fe, Salta y Buenos Aires. Cada una con su perfil y con gestiones a cargo del Socialismo, el peronismo y el PRO.

Los candidatos presidenciales de la oposición acertaron políticamente ayer al reclamar juntos un cambio en el sistema electoral que garantice la transparencia. Pero es un gesto tardío, que revela la improvisación con la que acometieron la fiscalización de la elección nacional. Es tarde para cambiar el sistema de voto antes del 25 de octubre pero oficialistas y opositores están a tiempo de acordar reglas de convivencia que eviten la repetición de las irregularidades escandalosas que ensombrecieron a Tucumán.