Hola Luis:
No te voy a mentir. Aprendí a enamorarme de tu poesía de a poco. En mi adolescencia, era una descreída de tus versos, quizás por que los revolucionarios del rock nacional no entraban en mi vocabulario musical.
Inmersa en el mundo Beatle, una herencia familiar, el tiempo fue pasando. Me llegaron los 20 y cuando los vientos de la música inglesa se calmaron un poco en mí, empecé a entenderte, a descubrirte. A limpiarte de las etiquetas de “músico snob”, a descubrir que eras mucho más que “muchacha, ojos de papel”, una guitarra y un fogón.
“Escuchá al Flaco, no te vas a arrepentir, dale una oportunidad” , me dijeron con un piloncito de tus discos en la mano. De allí en más, fui entrando en tu universo de complejas frases, que se revelaban ante mí (y miles más) como verdades simples, mensajes de amor, deseos de paz, estribillos de denuncia.
Caminé por tus puentes amarillos y llegué a Pescado Rabioso, un viaje lisérgico que me fue trasladando hacia tus otras obras: los clásicos de Almendra, los fraseos refinados de Invisible, los Socios del Desierto, tus creaciones como solista.
Lentamente, fuiste ocupando cada vez más lugar en mi biblioteca musical. Hasta que llegó el momento de verte en vivo, y me reservé una cita histórica: el recital con las Bandas Eternas en Velez. Una cumbre de grandes maestros de la escena nacional donde diferentes generaciones nos unimos en cientos de aplausos para cantar junto a vos. Particularmente, lo viví como un viaje en el tiempo hacia algún sótano de los 70, cuando con tus compañeros te sentabas a escribir un nuevo verso.
Hoy, escribo estas líneas para despedirte, con un nudo en la garganta y una profunda nostalgia por no volver a verte arriba de un escenario.
Me queda el recuerdo de tu voz, esos altos inconfundibles, irrepetibles. Y la infinita alegría de haber conocido tu música.
Me permito citarte: “Será tiempo de morir por ahora para revivir y así aprender a dar luz”.
Tu luz, se queda con todos nosotros, gracias Flaco.