Con fidelidad maniquea suele descalificarse la expansión agroindustrial que ha registrado la Argentina, aunque el fenómeno no es nuevo. Hace más de un siglo la exportación de carnes elaboradas, conservas incluidas y productos agropecuarios con o sin elaboración, o con menor valor agregado como ligeramente se dice, conquistaban mercados y encabezaban los indicadores, en algunos renglones junto con Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Uruguay.

Una amplia bibliografía ilustró el período que va desde 1880 hasta más allá de los años 30, describiendo los abusos de firmas en posiciones dominantes ante la indiferencia de las autoridades. Dos testimonios lo confirman. La Argentina y el imperialismo Británico de Julio y Rodolfo Irazusta (1934) y el contemporáneo debate en el Senado liderado por el senador Lisandro de la Torre.

Pero hay una gran diferencia deja

ndo de lado la retórica compartida en torno de la reforma agraria, el régimen de propiedad de la tierra, el combate del latifundio, la concentración de la riqueza y demás inmediaciones programáticas. No se degradaba la actividad entonces más agraria que industrial. Irritaba el enfoque social, sin menoscabar a los frutos del país como sucede ahora, para cuyo cometido, además, se abusa de interpretaciones teóricas que no concuerdan con la realidad, tal el caso de la reprimarización de la economía y de las exportaciones, como si producir una tonelada de soja impidiera otra de autos. Existe una simbiosis inocultable. Sin las divisas que genera la primera la segunda, fuertemente subordinada a las importaciones, no funcionaria.

Se combate a la soja imputándole contratiempos sin considerar su contribución en favor de los sectores externo y fiscal y la articulación de eslabonamientos que han generado un entramado (40 actividades) que explica diversificación económica y de empleo en un contexto macro más aproximado al desarrollo que al crecimiento. La tecnificación del agro, el uso de agroquímicos, nuevas máquinas e incorporación de mano de obra calificada, semillas que potencian mejores rindes y el combate de plagas y malezas y la siembra directa no brotan por azar.

Todo puede discutirse en territorios abstractos pero en un ámbito técnico concreto la prudencia es esencial, a menos que se crea que el universo productor y consumidor haya perdido el juicio. Sí es necesario implantar políticas que preserven la fertilidad y protejan el entorno por inadecuado manejo u otras razones de estado. Hoy resultaría inaceptable renunciar a explotar por ejemplo petróleo y gas por fidelidad a la ecología. Los países productores y los usuarios regresarían a un inadmisible pasado.

Volviendo a lo técnico, parece necesario recordar que la preferencia por la actividad rural, soja incluida, no supone una elección arbitraria. Responde a la lógica implícita en el uso del recurso disponible que si bien tiene alternativas, empuja su asignación en renglones que garantizan mayor rentabilidad frente a una demanda interna, y sobre todo externa, en expansión y con efectos multiplicadores en sectores industriales, científicos, tecnológicos, laborales y en ámbitos territoriales donde correr la frontera agrícola en un país vacío no es un tema menor. Si la cadena agro industrial gira alrededor del 20% del PBI y entre empleo directo e indirecto absorbe el 35% del empleo total, debe enriquecerse el enfoque, apuntando al desarrollo que Carlos Leyba reclama en Informe Industrial.

Mientras haya tierra y trabajo disponibles aquellos razonamientos responden a una situación de pleno empleo. No es el caso, desde que nada impide la expansión de la frontera productiva en distintos sectores. Los razonables temores de apreciación cambiaria configuran desafíos que vale la pena afrontar para conjurar la insolvencia externa que preludia endeudamiento y dependencia. La queja contra la concentración de la propiedad rural es cierta, pero abogar por la fragmentación supone desaprovechar escalas, tecnología y ganancias en productividad y competitividad en un mundo que demanda nuestra producción. Cuidado. No perdamos otro medio siglo.

El buen sentido aconseja analizar la economía como un todo. Si ello se encara sin enconos ni definiciones arbitrarias, la coyuntura permitiría afrontar sin sobresaltos un auténtico despegue industrial sin las recurrentes pausas que siempre impuso la escasez de divisas. En definitiva, cuando los recursos materiales, financieros, humanos y territoriales existen, la inteligencia estratégica debe estar presente aunque parezca un atributo escaso.