Hay un temor instalado en la sociedad: que los últimos meses del actual gobierno y el proceso que derive en la transmisión del mando presidencial se desarrollen en un clima de muy alta tensión o de violencia política. Los argentinos casi nos habíamos desacostumbrado a esas situaciones: las tres últimas elecciones generales y los actos de asunción presidencial se desarrollaron en atmósferas apacibles.
Así fue cuando Néstor Kirchner asumió la Presidencia en 2003, tras haber resultado segundo en la primera vuelta electoral y Carlos Menem desistió de presentarse al ballotage. Eduardo Duhalde le colocó la banda a Kirchner en un clima de cordialidad; claro, asumía la Presidencia el dirigente que él había investido como candidato. Mucho más amena, diríase familiar, resultó la asunción de Cristina Fernández de Kirchner en 2007. Sucedía nada menos que a su marido, tras imponerse con comodidad en primera vuelta a las candidaturas de Elisa Carrió y Roberto Lavagna. Cuatro años más tarde, en 2011, el acto de transmisión del mando fue sólo testimonial: Cristina, ya viuda, fue reelecta con holgura y en esas circunstancias se permitió la licencia de hacer que fuera su hija Florencia quien la invistiera esta vez de los atributos presidenciales. Todo un símbolo de una familia que desde hace 24 años no reconoce bien los límites entre lo propio y lo del Estado.
Los acontecimientos políticos, policiales e institucionales de los últimos meses, pero especialmente la escalada que se advierte en el lenguaje presidencial contra todo lo que ella imagina como sus enemigos: las corporaciones, los medios de prensa independientes, un sector de la justicia, o quien ose contradecirla, hacen presumir que una eventual derrota en la elección presidencial pueda ser vendida muy cara. Peor aún, hay quienes sospechan que el solo convencimiento de que nadie que enarbole sus ideales pueda resultar ganador hoy absolutamente previsible sea motivo de una reacción intempestiva que trunque el proceso institucional, lo cual le provocaría un gravísimo daño a la democracia.
No son sólo las palabras de la Presidenta las que alimentan la idea de que algo pesado podría estar cocinándose para la digestión de la sociedad, sino las expresiones que se pronuncian a su lado y que ella consiente, como las del intendente de Berazategui, Juan Patricio Mussi, un joven que en un atril oficial se ha manifestado con términos que denuncian tal fanatismo que sustenta el entendimiento de que cierto sector del oficialismo no estaría dispuesto a tolerar siquiera la posibilidad de una derrota.
En ese contexto, se aguarda con expectativa y, por cierto, algunos temores el contenido del mensaje que la Presidenta de la Nación pronunciará el próximo domingo ante la Asamblea Legislativa. Será la octava y última vez que Cristina tenga la ocasión de declarar inaugurado el período ordinario de sesiones del Poder Legislativo. Habrá en las gradas del Congreso y en las calles adyacentes una verdadera multitud acompañándola, dispuesta a encaminarse hacia donde ella indique. Es imprescindible entonces que aproveche la oportunidad para hablarle a todo el pueblo argentino, que pronuncie un verdadero discurso de unidad, que oriente sus palabras en un sentido que todos podamos comprender que está hablando a favor de la nación y no de un sector y en contra de otros. Es preciso que comprenda que sus palabras tanto pueden apagar como avivar la hoguera. Y que esto último tendría consecuencias imprevisibles.