

Los indicadores de la globalización económica presentan en forma elocuente un fenómeno de dimensión superlativa que no debe limitarse a los países desarrollados. Materializada en el enorme crecimiento del flujo de bienes y servicios, la movilidad de capitales, la internacionalización de la mano de obra y el desarrollo de la tecnología e información, la globalización ha desdibujado los límites territoriales con la consecuente caída virtual de las fronteras aunque, paralelamente, la necesidad de recaudación tributaria de cada Nación conspire con tal corriente de integración transnacional.
La adopción del criterio de vinculación personalista por parte de la mayoría de los países conlleva, para sus residentes, la gravabilidad de las rentas mundiales pero, al mismo tiempo, ninguno de ellos renuncia imposición sobre la ganancia generada en su respectivo territorio cuando ésta es obtenida por no residentes. De manera que, entre otras razones, la globalización ha potenciado las oportunidades de doble o múltiple imposición internacional lo cual ha requerido, por años, extrema atención. En este contexto, el rol de los tratados internacionales ha conseguido real protagonismo, sin perjuicio de que se hayan relativizado sus bondades en comparación con medidas unilaterales.
En nuestro ámbito esta modalidad de negociación bilateral ha sido noticia, no precisamente por su proliferación sino a partir de la terminación impulsada por Argentina respecto de ciertos acuerdos oportunamente suscriptos, tal el caso del firmado con Austria y más recientemente, durante este año, los negociados con Suiza, España y Chile.
El interrogante latente se agudiza cuando se confronta esta decisión con la necesidad creciente de financiamiento externo orientado, fundamentalmente, a infraestructura crítica. Decididamente, la inversión externa directa encuentra mayor atractivo en la presencia de otros factores vinculados con la disponibilidad y calidad de insumos y recursos humanos, la potencialidad de mercados y un ordenamiento jurídico racional estable. Ahora bien, aún admitiéndose que los convenios internacionales no son excluyentes en la solución de la doble imposición, se ha destacado con amplio consenso no sólo su valía como medio de auditoría en virtud de las cláusulas de intercambio de información sino también, y más especialmente, en razón de su contribución a la búsqueda de invariabilidad normativa, particularmente relevante en países que no ofrecen sistemáticamente tal atributo.
Ante una realidad marcada por la caída vertiginosa de la inversión externa, la extirpación de aquellos instrumentos que evidencian signos de seriedad institucional merece una reconsideración profunda e inmediata, ello sin mitigar ni eludir el foco de atención sobre la construcción de confianza que debe propiciar un país como pilar innegociable en esta materia. Puntualizado ello, no obstante deviene atinado recurrir a la experiencia de Brasil y Chile, como ejemplos de tendencia de la región, con una red de tratados sustancialmente más profusa que la argentina pero también, paradójicamente, debe notarse que en las antípodas tampoco se ha renegado de la herramienta, cuanto menos, para no perder posicionamiento en el concierto económico actual; la mirada comparativa que con mayor o menor afán desee efectuarse sobre Venezuela no debería soslayar sus 32 convenios internacionales en vigor, 19 de los cuales han sido habilitados bajo la revolución bolivariana.
Los reparos depositados en la resignación inmediata de recaudación que afrontan los países signatarios y el uso impropio o abusivo que pueda hacerse de esta instrumento han sido críticas que tienden naturalmente a ceder; por un lado, a partir del resarcimiento que deriva del flujo de capitales que tales países experimentan en el mediano-largo plazo y, por el otro, atento a los mecanismos de protección intrínsecos que los mismos tratados contienen para desbaratar situaciones de evasión. En última instancia, efectos controlables que no han provocado mayor desasosiego en los países que más avanzan en este camino.










