

La crisis está terminando, el default de 2013 quedó atrás, las automotrices están volviendo a producir en niveles previos a 2007 y las fábricas necesitan empleados calificados. Sin embargo, toda esa información parece no afectar a Detroit.
La urbe que empujó a Henry Ford a construir su primer automóvil y que llegó a ser la cuarta más poblada en todo los Estados Unidos, hoy sigue pareciendo una ciudad fantasma, la carcasa de uno de los grandes polos industriales del mundo, el esqueleto de lo que alguna vez fue.
Pasear por el centro de Detroit es sorprendente, pero de una manera extraña, melancólica.
Se puede transitar en la hora pico y, sin embargo, las calles están desiertas. Casi no se ven turistas, mujeres o chicos. Uno sólo de los cerca de diez bares y restaurantes de la zona hotelera tiene cierto movimiento de clientes. No hay otros negocios. Ni de ropa, ni de electrónica, ni farmacias. Simplemente no hay. Sí, en cambio, hay personas pidiendo dinero.
Doscientos metros más allá de la zona en donde se concentran los hoteles comienza a aparecer la silueta de una imagen que nadie hubiera imaginado. Comienzan a aparecer los edificios abandonados, las calles poceadas, los terrenos vacíos, sin nada que ofrecer.
Esta desolación parece contagiosa, ya que aunque algunos autos paran en los semáforos, nunca son los suficientes como para romper la sensación de un domingo permanente. Cómo es de imaginar, taxis no se ven.
Sin embargo y a pesar de todo esto, la ciudad de las grandes marcas automotrices de los Estados Unidos tiene otra cara, que la sobrevuela constantemente como una sensación que no termina de materializarse. Debajo de ese exterior de calles vacías existe aún el recuerdo de una gran ciudad que respira. Y que quiere despertar.
Esos signos de lo que alguna vez fue, y lo que quiere volver a ser, están siempre presentes. Los rascacielos que albergan las sedes de Ford o GM, los edificios bautizados en honor a modelos de autos, como el Pontiac o el Cadillac, y hasta las señales de tránsito mantienen constante ese recuerdo, ese llamado de atención. Detroit fue y quiere volver a ser una ciudad tan orientada a la producción que las multas por conducir mal se duplican en áreas industriales. En esas calles vacías, grandes carteles advierten que herir o matar a un trabajador conlleva una penalidad de siete mil dólares y quince años de prisión.
Para volver a ser, para que esos carteles vuelvan a tener sentido, dicen todos, Detroit tiene que trabajar en su reputación.
Ningún profesional recién graduado de otras partes del país quiere mudarse para trabajar en Detroit. Y ya no es, como hasta hace unos años, por los números ni por la economía. Hoy un ingeniero puede conseguir en esta ciudad y sin demasiado esfuerzo un salario de seis cifras. Tampoco es porque la industria automotriz sea aburrida y no ofrezca posibilidades de innovación. Las nuevas tecnologías, la robótica, la virtualización, las simulaciones se volvieron una pata indispensable de la producción industrial.
No son esos los problemas, sino la fama de ciudad fantasma, sin gente, sin vida, que hoy pesa mucho más que su pasado de esplendor. Detroit pasó de sextuplicar su población en la primera mitad del Siglo XX a perder casi el 20% de sus habitantes en la primera década del Siglo XXI. Y recuperarse de ese drenaje no le está resultando fácil.













