Un cálculo sumario del costo de las reservas indicaría que el mismo equivale a la diferencia entre el retorno que se obtiene por ellas (la tasa sin riesgo) y su costo de fondeo (la tasa de interés que el gobierno paga por la deuda con la que financia su compra), lo que equivale, en números redondos, al spread soberano (o riesgo país) que en nuestro caso pendula entre 3% y 4%.
Adicionalmente, en el caso argentino el ‘efecto holdout’ obliga al BCRA a colocar las reservas en el exterior en el BIS de Suiza, que a cambio de hacerlas inmunes a los embargos de acreedores despechados paga un retorno excepcionalmente bajo, lo que suma un costo adicional.
Sin embargo, al menos dos argumentos sugieren que esta cuenta estaría sobrestimando el gasto de manera sustancial.
El primer argumento es simple, aunque suela pasarse por alto. Si la acumulación de reservas es, como se dice, un seguro contra las corridas de liquidez que suelen preceder a las crisis de deuda, las reservas deberían reducir el spread soberano -que captura la probabilidad de dichas crisis- reduciendo el servicio de una deuda que en muchos casos (y en el nuestro) supera con creces el stock de reservas.
Los datos confirman esta hipótesis. De hecho, en un reciente trabajo en el que estimo la elasticidad del spread con respecto a las reservas, encuentro que el ahorro asociado a un menor spread suele compensar con creces el costo de la acumulación. (Especulemos: ¿cuánto se habría pagado por la última emisión de Bonar si el stock de reservas fuera de ‘sólo’ 10 mil millones de dólares?)
El segundo argumento es más complejo y contingente. A nadie escapa que el BCRA financia su acumulación de reservas con emisión de moneda (impuesto inflacionario) o deuda en pesos (indexados o, más recientemente, nominales a tasa ajustable). Esto ha reducido notablemente el costo fiscal de acumulación de reservas.
Por el lado de la inflación, ésta es simplemente un impuesto (que recae regresivamente sobre los sectores con ingresos no ajustables). En todo caso, en la medida en que el presupuesto público se fije en peso nominales, el impacto fiscal de la compra de reservas no esterilizada (esto es, fondeada con inflación) es virtualmente cero.
Por el lado de la emisión de deuda en pesos, el asunto es más controversial. ¿Por qué los inversores financian las compras del BCRA a tasas decididamente bajas -ciertamente, menores que la inflación y en muchos casos por debajo de la renta en pesos de las reservas? En parte, por las expectativas de que: a) el tipo de cambio nominal caiga; o b) la tasa de interés real suba (esto es especialmente cierto para las crecientemente populares Nobac a tasa flotante).
Detrás de estas expectativas, se encuentra la creencia de que la performance argentina garantiza un tipo de cambio real más apreciado que el actual -o su contracara: una inflación que obligue al BCRA a subir las tasas. Según esta historia, lo barato saldría caro en el largo plazo: los dólares del Central terminarían siendo una pobre inversión una vez que el tipo de cambio alcanzara su equilibrio.
Sin embargo, como hacía notar en una columna reciente, este equilibrio es altamente impredecible, reflejando impredecibles factores externos (tasa internacional, crecimiento en países G7 o en los nuevos gigantes asiáticos, ‘sentimiento de mercado’) que explican la evolución de las variables financieras en economías emergentes mucho mejor que los fundamentals.
Así, el influjo de capitales especulativos que caracterizó los últimos dos años y el comienzo de éste, se revirtió de la noche a la mañana ante la posibilidad de una contracción monetaria mayor en los Estados Unidos. Así, gracias a la turbulencia del mercado, la esperada apreciación no se materializó y el Central pudo mostrar un costo financiero por la compra de reservas bastante menor al esperado.
Más en general: si el tipo de cambio de equilibrio sube y baja de manera aleatoria, un Banco Central que ponga arena en la rueda de estos movimientos por un lapso suficientemente largo puede arbitrar intertemporalmente estas fluctuaciones, comprando barato cuando se espera una apreciación, vendiendo barato cuando se espera una depreciación. Esta ventaja no es casual: es precisamente el Banco Central el que implementa la política cambiaria, y el que mejor equipado está para apostar por ella.
Para aquellos que se preguntan si la simplicidad del argumento esconde alguna falacia, me apuro a aclarar que la clave de esta historia es el timing. Si la presión a la apreciación es persistente (si al país le va irremediablemente bien) eventualmente el peso se apreciará y el costo de las reservas se materializará. En suma, a diferencia del primer argumento, este encierra el riesgo de que las cosas mejoren para siempre.
Resumiendo, si bien aún resta demostrar la optimalidad del instrumento frente a otras alternativas de seguro, es válido destacar que el costo de la acumulación de reservas, gracias a su efecto sobre el financiamiento y a la idiosincrasia de la política cambiaria vernácula, es probablemente mucho menor a lo que suele pensarse.