

Si se le consulta a cualquier ciudadano qué se imagina cuando se le menciona la palabra gobierno, en la mayoría de los casos la identificará con el presidente de la Nación. Sin embargo, la Constitución Nacional ha creado tres órganos de gobierno, entre los cuales repartió el cúmulo de atribuciones que las provincias, precisamente a través de aquella, le delegaron al Gobierno.
Significa entonces que la conducción de los destinos del país está a cargo de un Gobierno Central – sin perjuicio de las facultades que tienen las provincias y la Ciudad de Buenos Aires como unidad federativa especia –, que, dividido en tres órganos diferentes, ejercen cada una de las atribuciones que se les ha asignado. A la luz de lo expuesto queda claro que esos órganos no pueden hacer lo que quieren, sino únicamente aquello que le fue encomendado por la Constitución Nacional.
En este esquema institucional de división de órganos y atribuciones (mal llamado división de poderes, ya que el poder es la capacidad de imponerse que ejercen las autoridades), característico de un sistema republicano, el judicial es el que tiene una función más específica, menos difusa, que consiste en administar justicia, garantizando la integridad de los derechos de los ciudadanos. Ejerciendo también gobierna.
Mientras tanto las facultades del órgano ejecutivo y del Congreso son mucho más dispersas, porque la Ley Fundamental les ha atribuido potestades de la más diversa índole (económicas, administrativas, militares, vinculadas con las provincias, con la educación, entre otras). Lo cierto es que cada uno de esos órganos es el que decide soberanamente qué decisiones tomar en pleno ejercicio de dichas competencias.
Sin embargo el funcionamiento institucional de la Argentina parece ser diferente, porque el presidente de la Nación decide absolutamente todo, no sólo con respecto a sus propias atribuciones (lo cual es correcto) sino también sobre las que corresponden al Congreso. En este caso lo hace utilizando decretos de necesidad y urgencia o bien influenciando a los legisladores que pertenecen a su partido político. Y muchas veces el Congreso directamente le delega al Presidente sus propias facultades, en cuyo caso son ejercidas por aquél a través de los llamados decretos delegados.
Resulta lógico que el presidente de la República y los legisladores que llegaron a sus bancas por intermedio de la misma agrupación política (no olvidemos que en la Argentina sólo se accede a ocupar un cargo público electivo a través de los partidos políticos), tengan un mismo programa de gobierno y actúen en sintonía, pero también es necesario que los diputados y senadores tengan claro cuáles son sus atribuciones y las ejerzan en base el programa e ideología del partido al que pertenecen, independientemente de las presiones que intente el presidente de la Nación.
La premisa tan difundida en virtud de la cual el presidente gobierna y el Congreso controla, no es exactamente así, porque si bien el Congreso tiene asignadas facultades de control, como por ejemplo el que ejerce sobre la actividad económica y financiera del sector público nacional a través de la Auditoría General de la Nación, debe asumir sus propias potestades sin interferencia alguna, ya que de lo contrario se vería seriamente afectado el sistema republicano, prevaleciendo la voluntad de uno tal como ocurre en los sistemas autocráticos.
La realidad es que los ciudadanos deberíamos votar a los partidos políticos que se presentan a una elección en función de las ideas y medidas que tienen y proponen. De tal modo cada una de las autoridades a las que elegimos aplicaría ese programa desde el órgano de gobierno del que formen parte, ejerciendo las atribuciones que la Constitución Nacional le asigna. Sin embargo, los argentinos no votamos ideas sino personas, y no prestamos atención a los programas sino a las condiciones personales de los candidatos. En el caso del presidente y vice, y hasta de los senadores, esas condiciones personales son más fáciles de analizar porque son dos candidatos en cada caso, pero en las listas de diputados nacionales es muy común votar en función del primer apellido sin tener en cuenta a los demás, lo que prácticamente nos convierte en votantes a ciegas.
La realidad es francamente tremenda a la luz de cómo debería funcionar el sistema: los ciudadanos concurrimos a las urnas sin saber cuáles son las atribuciones que la Constitución Nacional asigna a los destinatarios de nuestra elección; los candidatos tampoco tienen claro cuáles son sus potestades; los partidos políticos no presentan programas sino candidatos, y luego, ya electos, los legisladores, sobre todos los que pertenecen al partido gobernante, no toman una sola decisión sin consultar al presidente de la Nación – que es quien termina decidiendo sobre todas las facultades delegadas al gobierno nacional –, o directamente éste asume esas facultades a través de los nefastos decretos de necesidad y urgencia o de los decretos delegados.
El Congreso debe recuperar protag
onismo institucional, no anulando leyes o impidiendo el ingreso de legisladores previamente elegidos por el pueblo, sino haciendo valer sus atribuciones y ejerciéndolas como corresponde, porque el Congreso también gobierna. Pero para eso es necesario torcer el rumbo institucional del país; y digo rumbo institucional para diferenciarlo del político, que puede ser modificado por el pueblo, votando opciones distintas a las que existen, o bien por los gobernantes, dando un giro a su gestión. Lo realmente difícil es enderezar el rumbo institucional, porque para ello hace falta lo que precisamente nos falta: educación cívica.










