Durante el último mes han arreciado argumentos insólitos en materia de inflación por parte del Gobierno y sus aliados: a) no existe inflación sino reacomodamiento de precios, b) la inflación que exista es resultado de la práctica dominante de las empresas y comerciantes formadores de precios, c) el gobierno (vía su política fiscal y monetaria) no tiene nada que ver en esto (de hecho, sus esfuerzos en sentido inverso -controles de precios y amenazas mediante-son sobrepasados por los intereses espurios y desestabilizantes), d) quienes intentan medir la inflación real (que no mide el INDEC) no hacen más que alimentar expectativas inflacionarias (“avivando giles )...

Estos argumentos, expuestos en un país con la experiencia inflacionaria que tiene la Argentina, son verdaderamente insólitos e irresponsables, pero su existencia igualmente refleja que parte de la población está dispuesta a creerlos e incluso defenderlos como propios. Parte de esta actitud (que no es generalizada ni mayoritaria, pero tampoco es despreciable) deviene seguramente de una combinación de ignorancia con cierta tendencia a suscribir las teorías conspirativas por parte de los argentinos.

Dado que la incidencia de la política fiscal y monetaria en materia inflacionaria son temas ya saldados en la literatura doméstica e internacional, lo mismo que también se ha reconocido la inviabilidad y dudosa ética de engañar sistemáticamente a los agentes económicos para que subestimen la inflación real, examinemos aquí la relación entre la concentración industrial (como sinónimo de poder de mercado de los formadores de precios) y la inflación.

En primer lugar, debe reconocerse que se trata de un argumento políticamente atractivo: no hay mejor enemigo político que un conjunto de monopolistas inescrupulosos que suben precios para explotar al resto de la población...

Sin embargo, hay dos falsificaciones obvias del mismo. La primera es conceptual: el grado de competencia que existe en cada mercado determina (junto con otros factores, en particular los costos) los niveles de precios observados allí, pero no determina la variación de los niveles de precios (salvo que hubiera una variación simétrica en el tiempo del grado de competencia existente). Vale decir, bajo la hipótesis del oficialismo, la inflación -aumento sostenido del nivel general de precios- debería obedecer a una concentración creciente de la oferta de bienes y servicios, y no a que exista un alto grado de concentración (que siempre existió).

La segunda es empírica: tanto se tome la historia argentina reciente como una comparación internacional, los niveles de inflación no están relacionados con el grado de concentración de la economía. Esto puede verse fácilmente examinando la altísima inestabilidad en la tasa de inflación argentina entre 1970 y 2010 (sin que hubiera una evolución simétrica en los índices de concentración -que tendieron a aumentar gradualmente, como también lo han hecho en el resto del mundo en el cual la inflación tendió a bajar), y comparando los niveles de inflación en países con distinto grado de concentración en la oferta: en México, por ejemplo, la inflación promedio de entre 2005 y 2009 fue del 4%, muy inferior a la observada en la Argentina (entre 10% y 20% según se tome el INDEC o estimaciones privadas), a pesar de tener una economía destacada por su altísimo grado de concentración empresarial.

Si bien construir un índice de concentración agregado para representar toda la economía es teóricamente dudoso y empíricamente muy complejo, una aproximación rápida puede encontrarse en la distribución del empleo privado de la economía. En tal sentido, la figura a continuación considera información disponible para 15 países de Europa, y muestra la ausencia de relación alguna entre un índice de concentración económica (concretamente, el porcentaje del empleo privado no-primario en empresas con 250 o más empleados respecto del total) y la tasa de inflación anual en distintos períodos: en efecto, contrario a lo que hubiera requerido la hipótesis oficialista, tanto se considere la década de 1980, la de 1990 o la de 2000, los países con menor incidencia de empresas de gran tamaño tienden a ser los de mayores tasas de inflación (tal es el caso de Grecia, Italia, España y Portugal).

Pero cuidado: esto no quiere decir que exista una causalidad directa entre mayor dispersión empresarial e inflación, ya que ésta depende fundamentalmente de otros parámetros (en particular, estos datos también muestran la convergencia de las tasas de inflación a medida que avanzó el proceso de integración europeo); simplemente muestra la improvisación y falsedad de los argumentos discursivos del gobierno en materia inflacionaria.