El virólogo australiano Sir Frank Macfarlane Burnet declaró en 1962 que una de las revoluciones sociales más importantes de la historia era la "virtual eliminación" de las enfermedades infecciosas. Burnet ganó el Premio Nobel de Medicina; era un hombre brillante. Pero se equivocó.

El Covid-19 es probablemente el tercer coronavirus que salta de los murciélagos a los humanos desde 2002. El Síndrome Respiratorio Agudo Severo mató al menos a 774 personas tras surgir en la provincia china de Guangdong, probablemente originado en murciélagos de herradura antes de propagarse a los humanos a través de las civetas o gatos de algalia. En 2012, el síndrome respiratorio de Medio Oriente, identificado por primera vez en Arabia Saudita, se propagó a los seres humanos desde los murciélagos vía los camellos.

Entre 1940 y 2004, aparecieron no menos de 335 nuevas enfermedades infecciosas en seres humanos, 60% de las cuales procedían de animales mediante lo que se denomina evento de derrame, según un análisis publicado en Nature. El 72% de los contagios provino de la fauna.

En 1962, era fácil creer que Burnet tenía razón. En el siglo XIX, la mejor nutrición, las viviendas a prueba de ratas, el agua limpia y los sistemas cloacales habían reducido drásticamente las enfermedades infecciosas. En la época del pronóstico de Burnet, los antibióticos y las vacunas habían producido otros milagros. En dos décadas, la viruela sería eliminada y la poliomielitis expulsada de la mayoría de las naciones avanzadas.

Burnet no había tenido en cuenta lo que podríamos llamar la paradoja del progreso. Para cada avance humano, desde la velocidad de los viajes hasta la intensidad de la actividad agropecuaria, hay peligros ocultos.

Precisamente los mismos factores que nos permiten crear excedentes de alimentos y vacunas de ARNm nos abren al riesgo de pandemias peores que la que estamos viviendo ahora. Cuanto más inclinemos el mundo hacia el desequilibrio, a través de la deforestación, la destrucción de la biodiversidad y el aumento de las temperaturas atmosféricas, mayor será la amenaza que significarán para nosotros los patógenos.

Pensemos en la agricultura. La civilización humana tal como la conocemos no habría sido posible si los cazadores-recolectores no se hubieran asentado en aldeas. Pero esas condiciones también eran ideales para que los patógenos saltaran de los animales domesticados a los humanos. La gripe puede haber evolucionado a partir de la gripe aviar, mientras que el sarampión provino del virus de la peste bovina en el ganado. Ahora muchos de nosotros vivimos en densas megaciudades, perfectas para el intercambio de conocimientos, pero también para la propagación de patógenos.

Las mejores técnicas agrícolas permitieron a los seres humanos aumentar los rindes de los cultivos y alimentar a una especie que crece de manera cada vez más desenfrenada. Desafiando a Thomas Malthus, pasamos de ser los 900 millones de habitantes que estaban proyectados a fines del siglo XIX a los actuales 7800 millones. Ahora, sólo unos pocos mamíferos, como el ganado y los ratones, nos superan en número. Este gran éxito de reproducción tiene un inconveniente. Desde el punto de vista del parásito, ¿qué mejor estrategia que infectar a los humanos? En palabras de Paul y Anne Ehrlich, que advirtieron sobre la "bomba demográfica" hace más de 50 años, infiltrarse en el homo sapiens equivale a "ganar el premio gordo".

La invasión humana es otro factor de riesgo. A medida que los asentamientos se acercan a los bosques y a la vida salvaje dentro de los mismos, es más probable que los patógenos crucen las especies. La enfermedad de Marburgo y el VIH, un virus que ha matado a 33 millones de personas, proceden de los primates. Las enfermedades zoonóticas no se limitan a los países tropicales. El hecho de que las poblaciones urbanas de Estados Unidos se dispersaran en los suburbios creó las condiciones en las que la enfermedad de Lyme, una infección potencialmente debilitante, puede propagarse de las garrapatas a los humanos. El cambio climático está alterando la zona en la que pueden sobrevivir los posibles vectores de la enfermedad.

Los patógenos también adoran la velocidad. La tercera pandemia de peste bubónica podría haber quedado circunscripta en el sur de China si no hubiera llegado a los puertos de Cantón y Hong Kong en 1894. La aparición de los barcos a vapor hizo posible que la enfermedad llegue a los grandes puertos del mundo, matando a más de 10 millones de personas. Los aviones son aceleradores de patógenos. Actualmente, una nueva enfermedad puede saltar del animal al ser humano en América latina, África central o el sudeste asiático y estar en cualquier lugar del planeta en un abrir y cerrar de ojos.

Gran parte de lo que deben hacer los humanos salta a la luz. Debemos dejar de comercializar especies exóticas, sobre todo si terminan en un plato de comida. Debemos regular estrictamente los mercados donde se venden animales. Debemos dejar de criar visones y otros animales para obtener su piel.

Debemos invertir en sistemas de alerta temprana para poder detectar y controlar rápidamente los brotes de enfermedades en cualquier lugar. Debemos invertir dinero en plataformas de vacunas y en capacidad de producción de las mismas para que, si las enfermedades se abren camino, puedan ser rápidamente neutralizadas. Sobre todo, debemos detener la destrucción de la naturaleza que está desencadenando fuerzas patógenas que no podemos controlar.

Traducción: Mariana Oriolo