Es posible que nunca más tengamos un debate presidencial con la audiencia masiva del pasado 15 de noviembre, cuando una espontánea cadena nacional de medios tradicionales y virtuales alcanzó récords históricos de rating promedio de 54,75 puntos, sólo superados por algunas emisiones de "Grande, pa!".
Como en cualquier iniciativa, el éxito de poder llevar adelante un debate presidencial "taquillero" combinó esfuerzo y fortuna. Un trabajo paciente, con casi dos años de diálogo minucioso con los expertos y las campañas de los candidatos, elaborando ejes temáticos sobre los que giraría el debate, y creando familiaridad con un evento muchas veces saludado con indiferencia o escepticismo. Y una buena dosis de oportunidad: el dramatismo duelístico del balotaje, la ausencia de uno de los protagonistas en la primera convocatoria que hizo del debate del 15 el primer debate presidencial completo de la historia argentina y, sobre todo, el reconocimiento de ambos candidatos de la necesidad de exponer públicamente sus ideas y diferencias, de exponerse, más allá de las especulaciones de marketing, fueron todos aspectos que hicieron del encuentro del domingo un evento difícilmente repetible.
No es fácil evaluar la calidad del debate sin despertar controversias. Como en toda buena pelea, ambos contendientes alternaron combinaciones elaboradas con golpes bajos y cabezazos. Que estos últimos hayan capturado la atención de la audiencia y los compilados mediáticos es natural, pero no debería oscurecer la intención de los candidatos de enumerar algunas ideas y propuestas.
Tampoco debería pasarse por alto el valor del entrenamiento que un debate como el del domingo impone a los candidatos, el mismo entrenamiento necesario para enfrentar las preguntas de la prensa o para comunicar de manera simple y transparente políticas públicas complejas. El entrenado debate que se inició el domingo debería continuar, con algo menos de intensidad y algo más de precisión, a partir del 23 de noviembre, para instalarse como nuevo modus operandi de la comunicación del gobierno con los ciudadanos.
Es que, tal vez para evitar en el análisis siempre subjetivo de los discursos de campaña, de las muchas maneras en las que se puede pensar el debate del 15 prefiero hacerlo como símbolo del cambio que se avecina. Un cambio que, espero, sobreviva la delicada transición para convertirse en nuestro "nuevo normal" de la política. El debate como metáfora del diálogo en reemplazo de la bajada de línea y la cadena nacional, de la crítica en reemplazo de la confrontación y el libelo, de la oposición de argumentos en lugar dela estigmatización del "adversario".
Porque la Argentina está hoy en inmejorables condiciones de acumular sobre lo existente, de apostar por una "construcción creativa" que eluda nuestro destino pendular de marchas y contramarchas. Sólo el debate de ideas puede generar los consensos imprescindibles para hacer realidad una agenda de desarrollo que exceda el rebote circunstancial y valide las legítimas aspiraciones que despierta la elección del domingo. El debate presidencial del 15 de noviembre es un pequeño gran paso en esta dirección.
Es posible que nunca más tengamos un debate presidencial con la audiencia masiva del pasado 15 de noviembre. Y está bien que así lo sea, porque el debate dejará de ser novedad para ser costumbre. Pero precisamente por aquella masividad, el debate del 15 de noviembre será recordado como un hito irreversible en la vida política argentina: a partir de ahora será virtualmente imposible eludir el debate. Y esto, también, es un buen presagio para el nuevo ciclo que comienza.