Al 31 de marzo de 2023, existen en nuestro país 45 partidos políticos con personería nacional y 705 partidos de carácter distrital. Como "instituciones fundamentales del sistema democrático", el art. 38 de la Constitución Nacional garantiza su organización y funcionamiento democrático, la representación de las minorías, la exclusividad de la competencia para postulación de candidatos a cargos públicos electivos, el acceso a la información pública y la difusión de sus ideas. Una vasta red de protección y privilegios institucionales les garantiza también el acceso a recursos financieros públicos que blindan su protagonismo casi exclusivo en el escenario de la democracia. Lejos de haber satisfecho las expectativas de la sociedad argentina, la mayor parte de estas ventajas no parecen haber sido suficientes para su consolidación y funcionamiento efectivo. La manipulación constante de las leyes y reglamentaciones electorales, el ejercicio discrecional de la gobernanza electoral por parte de funcionarios, dirigentes y jueces electorales han situado a los partidos en uno de los rincones menos favorecidos por la consideración y la confianza pública. Las promesas incumplidas del sistema han deteriorado, en efecto, buena parte del capital social que acompaño a la política desde los albores de la transición democrática en 1983. Los partidos argentinos parecen haber profundizado la mayoría de las tendencias negativas ya presentes desde hace tiempo en gran parte de las democracias del mundo. Los partidos sufren desde hace ya años un proceso de esclerosis prematura, que ha empastado sus procesos de renovación interna. Carecen de dirigentes de relieve y a impulsos de la campaña permanente, han perdido casi toda sustancia programática y capacidad propositiva. Han dejado así de canalizar expectativas, demandas y proyectos colectivos. Un proceso de oligarquización y parálisis interna que ha terminado por explotar bajo formas de fragmentación y centrifugación que ha esfumado su identidad y fisonomía originaria. El sistema político argentino se ha convertido, como en casi todas las democracias de la región un sistema de coaliciones electorales efímeras y cambiantes. Coaliciones exitosas para competir en el juego electoral, aunque incapaces luego de gobernar, como quedó demostrado en los dos últimos periodos presidenciales. Podrían multiplicarse los ejemplos en todas las jurisdicciones. Este proceso de centrifugación es en buena medida una reacción frente a la presión polarizadora articulada desde las dos grandes coaliciones históricas, interesadas en dominar en exclusiva la competencia política. Bajo estas condiciones, sorprende la insistencia de muchos observadores en señalar como riesgo central el proceso de centralización de la política. Una vasta literatura, acogida por los medios de comunicación y muchos observadores poco críticos insisten en denunciar, en efecto el riesgo inminente del personalismo y la centralización autocrática, con el consiguiente peligro para la identidad, la diferencia y el pluralismo de la sociedad civil. No parece ser esta sin embargo la nota determinante de los procesos actuales de declive de la vida democrática. Por el contrario, los peligros mayores parecerían venir más bien en el extremo opuesto. Es decir, de la disolución del poder, la fragmentación de la representación, la perdida de autoridad y, en general, el vaciamiento de la sustancia democrática de las repúblicas constitucionales. Lo que amenaza con vaciar de contenido, de valores y propósitos a las democracias no es solo la perdida de sus componentes "liberales" -derechos, garantías y libertades- . Es también y, sobre todo, la perdida de toda sustancia representativa. La democracia sin partidos, ideas, programas ni liderazgos responsables deviene inevitablemente -como ya lo vieron los Clásicos- en oligarquía. Pierde todas sus posibilidades de representación autentica y eficiente de la sociedad. Este es acaso el principal efecto de la experiencia argentina de elecciones primarias abiertas, simultaneas y obligatorias, ensayada desde 2011 precisamente como un mecanismo para garantizar a las oligarquías partidarias tradicionales el control del proceso entonces incipiente de generación de nuevas dirigencias y la presión de las bases por expresar el pluralismo creciente de una sociedad que amenazaba con desbordar las etiquetas tradicionales. Las consecuencias previsibles eran obvias y están terminando una vez más por concretarse. La competencia política ha vuelto a cerrarse en torno a tres grandes opciones, prácticamente empatadas de cara a las PASO del mes de junio. Lo que esta vez parece más grave es el serio daño sufrido por las oligarquías de ambas coaliciones. Tanto radicales como peronistas o conservadores pugnan con desesperación por encontrar candidaturas únicas, que las protejan de la centrifugación interna y del descontento general del electorado. Es cada vez más evidente que el riesgo mayor para la calidad de la vida democrática está en este proceso de vaciamiento de la democracia y en sus secuelas de desmembración y fragmentación de la representación, de perdida de representatividad de las fuerzas políticas, impulsadas por el amateurismo infantil de dirigentes y candidatos, la ausencia de ideas innovadoras y el divorcio creciente entre las oligarquías políticas y las expectativas y demandas reales de la sociedad